Los sueños de Víctor Andrés Gañán brillan en sus ojos cuando habla.

Foto | Cortesía | LA PATRIA | PEREIRA Los sueños de Víctor Andrés Gañán brillan en sus ojos cuando habla.

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En la sonrisa de Victor Andrés Gañán se le nota la juventud: sus mejillas suben, achinando más sus ojos que brillan por el reflejo del sol de la tarde que quiere esconderse tras la montaña. Lleva una mano en el bolsillo del pantalón mientras camina y con la otra le hace señas a un motociclista que le pide una indicación. 

Sonriente vigilaba las motos en uno de los parqueaderos de la Universidad Tecnológica de Pereira. Sonríe y habla despacio. Mientras observa que todos los vehículos estén en su sitio, escucha música con un auricular que lleva puesto en la oreja izquierda. 

“El reguetón ni la electrónica me gusta. Tampoco la salsa. Lo mío es la popular, el vallenato y la música bailable”, añade Víctor con una sonrisa. 

Es joven. Tiene 22 años y desde los 12 empezó a trabajar en el territorio ancestral indígena de San Lorenzo. Con un tío aprendió a coger café en las montañas de Riosucio, Caldas, de donde es originario. Le iba tan bien que pensó dejar el colegio. “Termina de estudiar y luego ¿qué se pone a hacer?”, le decían varias personas y él quería dedicarse a la vida del campo. 

Pero su mamá lo frenó en seco. “No se me vaya a salir de estudiar”, le dijo. Fueron momentos difíciles porque le iba muy bien en los cafetales. Le rendía. Pero estudiar le gustaba también. Entre ambos mundos se alternaba hasta que terminó el colegio. 

La pandemia lo agarró en Pereira. Llegó a la ciudad con ánimos de ampliar sus horizontes. La vida en el resguardo indígena de San Lorenzo era placentera pero él quería hacer algo más. Llevaba un par de semanas buscando empleo y cuando lo consiguió en la empresa de aseo de la ciudad, empezó la cuarentena. 

“Yo me estaba enloqueciendo, tuve que viajar en moto hasta el resguardo, con un permiso especial para que me dejaran entrar porque acá (en la ciudad) no tenía nada para hacer”, cuenta Víctor mientras entrelaza sus dedos. 

Es tímido con sus palabras pero sus ojos lo delatan. Sonríe con ellos y expresa más de lo que desea. La luz dorada del sol baña el humedal que está a sus espaldas, pero primero le ilumina a Víctor los ojos y los sueños que se le escapan en cada mirada. A pesar de que responde cada una de las preguntas, sigue atento a su labor. 

A su regreso al resguardo, el consejo de su mamá adquirió más peso. Empezó a hacer cursos virtuales, uno de ellos de seguridad y se inscribió a la Universidad de Caldas para estudiar agronomía. 

Las precariedades económicas han estado con él en todo su proceso, pero el apoyo de su familia y de su hermano mayor, le han alimentado el alma para que continúe. “No es por plata, porque uno siempre le mete la idea de que necesita plata, pero yo no tengo plata. Lo que tengo son ganas de salir adelante, y eso es lo que realmente importa”, reflexiona con determinación.

Con cada semestre cursado de su carrera sus sueños empezaron a engordar. Quiere tener un terreno muy grande donde pueda cosechar cítricos y hortalizas. “Mi idea es que la finca se distinga por estos cultivos, y a largo plazo, quiero que mi finca sea un modelo de producción”, explica con entusiasmo.

Vigilando sus sueños

Después del revés de la pandemia se le volvió a presentar una oportunidad para trabajar en Pereira en una empresa de vigilancia. Los superiores lo ayudaron buscándole un puesto que le permitiera seguir estudiando. Ahí lo ubicaron en la Universidad Tecnológica de Pereira, donde trabaja de lunes a viernes, dejándole los sábados libres para asistir a clases.

“En la universidad, me dieron la oportunidad de trabajar en un horario que no interfiera con mis estudios. Es un trabajo que requiere compromiso, pero uno se adapta”, comenta. 

Lleva más de un mes en las instalaciones de la UTP y ya empezó a preguntar si hay una carrera similar que le permita hacer las prácticas que le exigen para poder graduarse del pregrado o donde pueda continuar con la maestría.  

Su primer objetivo cuando termine la carrera es crear una empresa que le permita cultivar tomates, zanahorias, limones, naranjas y otros productos que pueda vender en Riosucio y luego exportar. 

Un emprendimiento con propósito

Aunque aún no ha decidido un nombre para su futura empresa, tiene claro que esta será un reflejo de su compromiso con la calidad y la sostenibilidad. “Todavía no tengo un nombre, porque creo que eso vendrá cuando esté más claro lo que quiero producir a gran escala. Por ahora, estoy enfocado en seguir aprendiendo y experimentando”, dice.

Pero su sueño no es individual, también quiere integrar a su comunidad en el proyecto. Sabe que el éxito individual puede transformarse en un éxito colectivo si logra involucrar a otros agricultores de la zona. 

“En el resguardo donde vivo, hay muchas personas que también están interesadas en mejorar sus prácticas agrícolas. Si puedo ayudarles con lo que voy aprendiendo, lo haré. Creo que es una forma de devolverle algo a mi comunidad”, comenta.

Un camino forjado con esfuerzo y determinación

La historia de este joven agricultor es un reflejo de la determinación y resiliencia. A pesar de las dificultades, ha encontrado en el trabajo agrícola no solo una forma de sustento, sino también una pasión que lo impulsa a seguir adelante. 

Su sueño de exportar sus productos, de industrializar lo que cultiva y de contribuir al desarrollo de su comunidad es una muestra de que, con esfuerzo y dedicación, es posible transformar la realidad.

Mientras avanza en sus estudios y sigue trabajando en la finca, este joven sigue soñando con el día en que su nombre sea sinónimo de calidad y sostenibilidad en el mercado internacional. Y aunque el camino es largo y está lleno de desafíos, sabe que cada paso que da lo acerca más a ese objetivo.


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