El abuelo tiene 100 años. No ve, pero el mundo se le presenta por el radio de su mesa de noche. Su teoría es que la luz de la habitación está bajita: tan raro, dice. Así que come solo y va al baño solo, porque no ver es apenas un temita pendiente por resolver. Vive hace seis años en un hogar para personas mayores. Camina con caminador y a veces necesita alguien que le ayude a levantarse, pero aún así no entiende por qué siguen sin encontrar una forma de darle una vuelta por el barrio. Tiene una pensión con el mínimo, manejó hasta más de los 80 años y viajó hasta más de los 90. Es que el abuelo es abuelo hace rato y se la ha pasado bien.

Una hija de ese abuelo tiene 70 años. Se pensionó hace rato, pero ha seguido trabajando, porque el cuidado de su papá cuesta. Esa hija tiene hijos, pero no es abuela. No es tan joven, si evaluamos que visita al especialista cada año y se queja de la espalda y las rodillas. Es una joven de 70, si juzgamos que todavía tiene la vitalidad intelectual de quien trabaja y el tiempo de quien no cuida niños. Luego de estar pendiente del abuelo, saca tiempo para tejer, leer y reunirse con amigas, aunque, es cierto, para ella el tiempo debió dejar de ser algo para sacar a ratos.

Si quieren vuelvan a leer. Esta historia no está contada desde la lástima ni desde la condescendencia. No se le ha puesto énfasis a lo difícil de envejecer, sino a sus contrastes. Cuenta cómo una persona mayor cuida a otra todavía mayor, pero lo muestra como reto y no como tragedia. Lo cuenta desde el privilegio, de alguien con ingresos para lograr cuidar, pero también como muestra de lo que ganaríamos si las sociedades garantizaran mínimos para el cuidado de la vejez. Esta historia le pierde el miedo a los años, aunque no los subestima. Los celebra porque van sumándose en la riqueza y diversidad de los montones.

Somos muy buenos para contar las personas mayores y así decir que envejecemos. Recordamos que, en 2023, en Manizales por cada 100 menores de quince años hubo 129 personas mayores. Puede que por ahí nos dé por salir corriendo, llenos de temor, y se nos aparezca el fantasma de una supuesta “catástrofe demográfica”. Por esta vía, según el Informe de 2003 del Fondo de Población de las Naciones Unidas (Aca: https://shorturl.at/aSI7u), los países llegan a confrontar con mujeres y jóvenes por querer decidir si tener hijos o no, como si fuera un capricho y no una conquista. 

El miedo a una ciudad que envejece nace, en parte, del miedo propio a envejecer. Y contar personas mayores, como contarnos los años, puede no ser la fotografía completa. Los ojos nos brillan cuando, en lugar de contar años, hacemos que los años cuenten la vida vivida, la experiencia compartida, hasta que la catástrofe se diluye. Por ahí sabremos que, en esta época, nos hacemos viejos solo para ir dándonos pistas sobre cómo envejecer juntos, en comunidad.

Por esta vía, puede que se nos quite el miedo y descubramos el cuidado de la vejez bajo el asombro paciente de atendernos, repararnos y sostenernos. Hasta volverlo un valor de competitividad y buen vivir, en una ciudad que encuentre cómo aprovechar la vitalidad intelectual de una hija de 70 años y que sepa cómo dar la vuelta al barrio con un abuelo de 100.