Las palabras que titulan esta nota se prestan para la confusión, pero, en la práctica, su aplicación causa efectos diferentes. El continuismo es nocivo, cuando un sistema político, o un caudillo, se aferran al poder para perpetuarse, incluso acudiendo a recursos de fuerza, ilegales, corruptos o tramposos. Es el caso de Corea del Norte, que es una dictadura militarista hereditaria, que gasta en armamento lo que le hace falta al pueblo en alimentos, educación y salud.
Caso parecido, aunque con variables, es Cuba, de cuyo gobierno, después de la caída de la dictadura Batista se apoderaron los Castro. Y ahí permanecen, por interpuesta persona, después de la muerte de Fidel y la decrepitud senil de Raúl, su hermano. Casos hay muchos, pero estos dos son emblemáticos. Por desgracia, el espanto del continuismo asoma en el entorno latinoamericano, como un mal ejemplo, seductor para gobernantes que, por falta de formación en valores y con egos insuflados, son susceptibles de imitar a mandatarios que se atornillan en el poder, para disfrutar sus mieles.
La continuidad tiene modelos que merecen respeto y reconocimiento. Es el caso de las monarquías escandinavas, y la de Gran Bretaña, que han trascendido los tiempos con una democracia ejemplar en sus estructuras administrativas, parlamentarias y judiciales, no obstante que la cabeza del gobierno la ostenten personajes hereditarios, identificados con castas nobles, de rancias tradiciones. Tales países (Inglaterra, Suecia, Dinamarca, Noruega…) poseen los más altos estándares de bienestar social, solidez económica y desarrollo armónico, que son un ejemplo para la humanidad y un sueño para migrantes.
El caso de los Estados Unidos, inspirado e implementado por patriotas, sabios humanistas, que diseñaron una verdadera democracia, y la consignaron en principios constitucionales inalterables, que los dirigentes de ambas tendencias partidistas han respetado y mantenido, y para el pueblo son sagrados. USA ha mantenido su continuidad. Los escasos intentos de alterar el sistema no han llegado más allá de la alharaca de sus voceros, como sucedió con la pataleta de Trump para desconocer con actos de violencia los resultados de las elecciones con las que lo derrotó el presidente Biden. Esa audacia será castigada, en los estrados judiciales o en las próximas elecciones, con las que aspira a regresar al poder el pintoresco millonario. O en ambas instancias.
Dos fenómenos nefastos, para desgracia universal, han adquirido una continuidad que no parece detenerse, pese a que se dice que “los buenos somos más”, pero parece que los malos son más eficientes: la corrupción y el narcotráfico. Ambos han construido unas sólidas estructuras, desde la cúpula hasta las bases, que han adquirido incalculables recursos económicos, poder político e influencia insuperable, sin que se vislumbre un método eficiente para derrotarlos. Por el contrario, crecen como espuma, copando espacios, ante el asombro general y la impotencia oficial.