¿Qué hombre o mujer adulto no fallado? ¿Quién puede sostener con dicha, que su trasegar en este valle se ha realizado con plena satisfacción sin el peso de una equivocación? ¿Qué alma feliz se trasporta por la esencia humana sin la carga de la culpa? Parece que el destino se mueve entre fracasos y éxitos, y esta dicotomía permanente le da sentido a nuestra vida. Esta es una paradigmática coyuntura, que seguramente responde con eficacia a un Plan Divino del Creador, donde los yerros personales se convierten en dolorosas lecciones que se marcan en nuestra psiquis. Todo indica que existe una relación directa entre la magnitud del error y el aprendizaje obtenido después de éste. A errores gigantes, lecciones gigantes parecer ser la premisa. 
Un fracaso económico que te lleva a perder el dinero de tu familia en un mal negocio; un accidente donde un tercero lamentablemente pierde su vida a causa de una imprudencia, una ruptura sentimental después de una infidelidad pasajera, una enfermedad incurable como consecuencia de una imprudencia innecesaria, son todas ellos ejemplos de situaciones externas que tienen un común denominador: el error personal. Después de la tormenta, cuando la sensación de pérdida ya es inevitable, cuando el ciclón ha dejado destrucción a su paso, se debe iniciar un proceso de perdón individual.
Para lograrlo es esencial reconocer el ser del sufrimiento interno. No llora el alma, que es eterna y perfecta. No lo hace el corazón, que tiene funciones diferentes en nuestro organismo. En la teoría Freudiana el peso de los errores golpea y lacera al “ego” como uno de los tres elementos articuladores de la mente humana junto con las “pulsiones inconscientes” y el “super ego” o las normas y valores sociales.  Jean-Paul Sartre, ha argumentado que la autoconciencia del ego puede generar una sensación de alienación o angustia cuando el individuo se enfrenta a la realidad de la libertad y la responsabilidad personal. Por su parte la Francesa Simone Weil, aunque no trata específicamente el perdón, sí abordó la idea de cómo el sufrimiento y el fracaso nos acercan a una forma más profunda de verdad y autocomprensión donde es necesario aceptar los propios errores en el camino espiritual y de autoconocimiento, ya que estos permiten un desapego del ego y la apertura hacia una vida más auténtica. En tradiciones orientales como el budismo y el hinduismo, el ego es visto como una fuente de ilusión o desconsuelo. Estas enseñanzas sostienen que el ego es una construcción mental que nos hace creer en una separación entre nosotros y el resto del mundo, generando deseos, apegos y sufrimiento.
El sendero para perdonarnos a nosotros mismos no es fácil. Debe incluir un decidido desapego al “ego”, que es la parte de nuestro ser consciente que se limita la esencia del “yo” en función de las expectativas personales y ajenas, los juicios de valor y el deseo del control. Es el “ego” quien emplea el dedo acusador para señalarnos nuestros errores una y otra vez de una manera inflexible con nuestro propio ser, fomentando sentimientos de dolorosa culpa que cada vez cuesta mas superar.  
El proceso de desapego del ego implica reconocer que, aunque cometemos errores, estos no definen nuestra esencia ni nuestro valor como personas. A medida que soltamos esa identificación rígida con los errores —que el ego tiende a fortalecer—, abrimos espacio para la compasión y el aprendizaje. Este proceso es crucial porque el ego se alimenta de la autocrítica y del perfeccionismo, dos barreras importantes para el perdón personal.
El perdón propio es un acto de valentía, de coraje y determinación. Es un proceso que nos ayuda a amarnos mas por lo que somos que por lo que tenemos. Es un mecanismo de aceptación hacia nosotros mismos y nuestra naturaleza imperfecta. Es, en suma, un camino del Creador para reconocer nuestra falibilidad y esencia temporal y que el paso de nuestros días, son solo un recuerdo de lo finito de la vida.