Un concierto es un presente efímero. De nada sirve grabar y grabar canciones para atrapar el instante. La música es lo que sucede en ese ahora, todavía más si quien canta es Paul McCartney. Fui a su concierto en Bogotá el viernes 1 de noviembre con mi familia y mi novia.

Detrás de donde estábamos, una mujer de unos treinta años que gritaba todas las canciones le dijo a su acompañante: “¡Esto es como un sueño!”. Lo era. Nos sonó como un sueño tener a McCartney a unos cincuenta metros de distancia cantando para nosotros coros que han sido parte de la banda sonora de la humanidad desde los años sesenta.

El cielo decidió no llover en Bogotá. Era el Día de los Muertos, pero más de 30 mil personas fuimos al Campín a celebrar la vida y las melodías del ex-Beatle que se presentaba por segunda vez en Colombia. No nos importó que los hielos no se descongelaran. Mi mamá se puso una peluca a lo mop top, muchos vistieron trajes estilo “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y hasta hicimos una bandera colectiva de Colombia con los celulares cuando sonó “Maybe I’m Amezed”.

Esta vez más canoso, con la voz más senil -aunque con la energía de alguien que no parecía tener 82 años-, McCartney cantó 37 canciones durante casi tres horas.

Pasó del bajo Hofner con silueta de violín a la guitarra eléctrica, del ukelele al piano de cola, del teclado a la guitarra electroacústica; tocó un solo en honor a Jimi Hendrix, interpretó versiones suyas de “Something” y de “Now and Then”. Desfiló por sus seis décadas de música (desde la canción que tocaban cuando el grupo se llamaba The Quarry Men hasta canciones con la banda Wings y como solista). Y la tecnología nos puso a oírlo en vivo cantando de nuevo con Lennon.

Yo le seguí los pasos en Liverpool y Londres y escribí una crónica que se publicó este año en El Malpensante (https://acortar.link/wP8MEI). Por eso me pareció que el concierto era el cierre de una vida dedicada a la música. McCartney ha dicho que, dentro de cien años, la gente oirá a Los Beatles como hoy oímos a Mozart. Ya podemos decir que es un clásico de la humanidad.

“¡Qué chimba!”, como dijo al final del concierto. ¿Qué hay más grande que McCartney? Me pregunté varias veces. Dos errores me hicieron constatarlo. En “Black Bird”, cuando intentó llegar a la primera nota alta de la guitarra, los dedos no alcanzaron el traste correcto; hizo un gesto y retomó, como si nada. En “Something” casi se le cae el ukelele. Para mí fue increíble ver eso en él: tal vez el músico popular más perfecto, más iluminado, cometiendo dos errores; sobre todo mostrándonos que no hay nada de malo en eso; que la música -aún ahora- es un arte de ensayo y error, de humanos y no de máquinas.

Ringo Starr dijo en una entrevista que Los Beatles lograron ser lo que fueron gracias a McCartney, no solo por su talento, sino por su dedicación, por su intensidad, por su consagración. Era el que llamaba al orden, quien insistía en que debían ensayar. Un músico entregado a la idea de su arte: una especie de nostalgia alegre.

Julián Bernal Ospina