La novela más ingeniosa (aunque la bella y profunda es “La Soledad de los Números Primos”, Paolo Giordano) sobre la timidez es “Enterrado en Vida”, de Enoch  Benett. Allí, un  pintor anacoreta adopta, para superar su patológica timidez, la identidad de su asistente muerto. Concierta cita con  desconocida dama; acude, y al verla “aunque la pierna izquierda estaba dispuesta a correr, la derecha no quiso moverse”.

El 40% de la población mundial sufre algún grado de timidez. Eso ha permitido, probablemente, que

disminuya la violencia, pues la timidez será su antídoto: si el tímido se retrae para declararle su amor a una leve dama, más lo hará ante agredir a cualquier semejante. También positiva para el control de la natalidad, pues la timidez puede impulsar la soltería.

El  “Amiel”, de Gregorio Marañon, de la timidez varonil sólo ante el sexo, no convence. No obstante, yo, niño, recuerdo a mi  padre, que ante una reunión de señoras con mi madre, entraba, muy sigilosamente, por la puerta de atrás para no enfrentar tan desafiante y peligroso ejército.  Zimbardo y Radl (“El Niño Tímido”), la sitúan alto: “la timidez es un fenómeno fascinante, apunta a la esencia misma del ser humano…¿por qué se frustran los esfuerzos por convertirse en un ser social?.”

La timidez, una incomodidad por la proximidad de nuestro semejantes, contradice nuestra  naturaleza sociable; una guardiana irracional contra la autoestima que coarta la acción; una pesadilla diurna y ambulante, ante la cual su víctima se piensa un imbécil; un  imbécil culpable de su pesadilla y de sí mismo. Una sensatez exagerada que impone insensateces múltiples. Personajes no idóneos para este mundo.

Si la política requiere contacto e interacción permanentes; si la timidez es el temor a estar expuesto a las miradas ajenas; si es una extremada sensibilidad a las críticas y la dificultad para encontrar las palabras y comunicarse, político y tímido se excluirían. Pero muchos políticos sobresalientes lo han sido. Traigo sólo a tres. Lincoln, retraído, sin saber decir “no”, dejó (algunos lo niegan) “plantada” a su novia; luego ella se hizo la encontradiza; y le ocurrió lo que suele ocurrirles a algunos tímidos: que no se casan sino que son “cazados”. Gandhi, cuando escolar salía rápido para no conversar con sus compañeros, y en la primera audiencia como abogado no le salió la voz. A Pericles, el gran estadista ateniense, Plutarco, por su circunspección y maneras lo señala  un tímido.

La timidez, un desafío. Estos ejemplos demuestran que la vencieron -una valentía contra tan preponte enemigo infiltrado- y así se engrandecieron. Afirma Séneca en “Sobre la Providencia”, (2.3) que el luchador debe tener un rival digno, pues de lo contrario se atrofia. Y añade (4.8): los dioses envían esas dificultades a los hombres que son dignos de ellas. Si -opino- sufre el tímido esos embates, controlado ese demonio se hará más fuerte. Y así, triunfador, aunque no tan elevado como esos personajes, al menos se volverá más interesante… para las mujeres.