Israel, Hamás y otros, es cierto que libran una guerra… que no parece una tradicional guerra. Rara guerra. Como Proteo, aquel dios griego de las tantas siluetas, todo conflicto armado se presenta  diferente de acuerdo con las circunstancias. Proteo, “urgido por las gentes asumía/ la forma de un león o de una hoguera/ o de árbol que da sombra a la ribera”. Borges, el poeta. Quizás por esa razón la guerra es la madre de las mayores y más profundas contradicciones. Durante ella y por ella transitan, con angustias y desgarramientos internos, las almas de los seres humanos.
Mahoma, tal vez el personaje dotado de la mayor y mejor inteligencia de la historia universal, expresó en frase sencilla la contradicción que la guerra involucra, tanto para el soldado como para los demás humanos que la sufren o la enfrentan o trabajan para ella. Dijo: “está escrito que tendréis que combatir y al mismo tiempo tendréis que odiar la guerra.” Consignado en “El Corán”.
Se dice que en la guerra  a lo primero que se le da de baja es a la verdad. Antes de eso lo que se suprime es la moral. En tiempos normales no se podría convivir sin defender la ética, pero en tiempos de guerra acontece lo contrario: a la moral, en razón de la necesidad de la victoria, se la hace a un lado. O peor: se practica al revés. Toda ética, con los Diez Mandamientos a la cabeza, establece: ¡no matarás! En la guerra la orden es: ¡matarás! Se añade: “La guerra invita a los ladrones, mientras que la paz los ahorca”. (George Hebert, sacerdote y poeta inglés, en “Jacula Prudentum”).
En tiempos de paz se aplaude a los que construyen, mientras que en la guerra se condecora a los que destruyen. Mientras que en el transcurrir natural lo exquisito y lo creativo de los científicos y de la inteligencia humana se ponen al servicio del bienestar de nuestros semejantes, en ese conflicto ellos se colocan al servicio de la aniquilación. “Un día de batalla es un día de cosecha para el diablo”.
Mandan los diez de la ley de Dios no mentir ni jurar su santo nombre en vano. La mentira y el engaño, por el contrario, han sido -y lo serán en el futuro- un factor necesario para la victoria. Y otro, el séptimo de aquellos emplaza: no robarás. Los ejércitos, en las guerras de la humanidad, han saqueado a su paso todo lo saqueable. Quedarán, pues, los Diez Mandamientos en suspenso, incluido aquel que nos conmina a “no desear la mujer de tu prójimo”, pues los soldados van más allá, y con tranquilidad usan de violar a las mujeres del enemigo mientras transitan por sus predios.
El concepto del honor desaparece y se convierte en algo censurable. La piedad, o sea la conmiseración, la virtud más humana entre todas, será, más bien, un factor para la derrota. “Que la moderación en la guerra es imbecilidad”. (Lord T.B. Macaulay, “Ensayos”). Alguien más moderno, John Keegan, autoridad en el análisis de las guerras, va más allá y sostiene que los países occidentales, en los últimos siglos han derrotado a los países orientales porque han ejercido, sin mesura y en las batallas, más crueldad, y sin ruborizarse han cometido descaradas masacres. Los derechos humanos, también en medio de las armas, se violan impunemente. Y por el occidente tan civilizado.
Todo lo anterior podría resumirse en que la guerra suprime la conciencia del ser humano. No hay lugar para la culpa, no hay lugar para el remordimiento, no hay lugar para la expiación interna, por lo cual tampoco se otorgará ni se pedirá el perdón: los dos bandos considerarán haber tenido la razón. La reconciliación de las almas resultará muy difícil, y por eso las guerras se reciclan o se resucitan o generan nuevas guerras. No solo degrada la guerra a los combatientes. Y tanto  y también  a la nobleza. Refiere un escritor que en la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados ocuparon a Nápoles -la muy oriental ciudad, la reina de la bella malicia y de la humana sonrisa del alma-, el príncipe “A” (así se le protege la identidad), dueño de extensas posesiones rurales y de un castillo, ante la generalizada carestía tan espantosa (los napolitanos llevaban dos años sin probar la carne), visitó al comando británico con su hermana de veinticuatro años, muy bonita  y que hablaba perfecto inglés, para pedir que la recibieran en el burdel de las tropas aliadas. Les respondieron que no existía tal institución. “Ves Luisa, qué le vamos a hacer”. Dieron las gracias y se retiraron.
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Agenda para este domingo. A los y a las liberales, con respeto, les sugiero votar, en la Asamblea por el número 52 en el partido “L”. Es Óscar Alonso  Vargas, el único diputado que se les enfrentó, en solitario y desde hace más de cuatro años, a las “marionetas” y a Mario Castaño, quien pidió que se votara contra él. Es lo que nos queda de bien en nuestro partido. Y en el Concejo al partido MIRA, número 8, César Mejía, joven ingeniero telemático, la renovación con alguien muy estudioso, actualizado, comprometido y con ganas de hacerlo como corresponde.