Hoy ya se fueron, ya callaron, ya no están esas voces femeninas convocantes de metálicas llamadas. Hoy se han ido y ya no tañen las campanas. Nostalgia por aquellas serias, respetables modulantes que con su elevado sentimiento hacia los cielos, y con el ir y venir de sus latidos de bronce, acompasaban en su vaivén el vaivén del corazón humano. Con su dulcísima convocatoria de palomas y con su fervorosa vibración sagrada oficiaban como altas bendiciones en su aire. Eran, para sus oyentes, como palpitaciones de metal inapelables; y con su tremolar, tanto más arrullaban las almas a su deber. Pero hoy ya no nos agasajan con sus “golpes de azahar”. Y ahora, en los amaneceres ausentes están sus voces de “flor y hierro”. Al alba ellas ya “no desgranan el cereal del día”. En definitiva, ya no nos acaricia el cantar de las campanas.

Tampoco hoy tañen las campanas a la funerala. Con su ritmo lento, con su tono grave y sostenido, con su amplio silencio de respeto entre uno y otro tañido, así era su doblar convocando hacia el templo, hacia nuestro recinto de las consolaciones para allí ofrendar el ceremonial de los adioses definitivos. En su llamado, las campanas a la funerala eran cual “lágrimas sonoras” que al aire danzaban cual pesarosa letanía de lamento y de ceniza. John Donne, ese gran poeta metafísico (1572-1631), en su poema también metafísico “Las Campanas Doblan Por Ti”, de cara a nuestro mundo recuerda que cada mujer y cada hombre forman parte de un todo, que se llama humanidad, y por eso cuando alguien muere nos disminuimos todos. Somos menos. “Ninguna persona es una isla, la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

En la trágica dialéctica de la historia humana, la matanza siempre está presente. En medio de tanta, me llama la atención la crueldad de los atenienses, el pueblo más culto y sensible, creador de los grandes monumentos del espíritu humano, que en la Guerra del Peloponeso (siglo V a. de C.), después de oírlos en petición de clemencia, según cuenta Tucídides, condenó en la ciudad de los milesios a morir a todos los hombres y a la esclavitud a las mujeres y a los niños. Por eso, en toda guerra, en la que deberá vencer aquel que tenga la justicia de su parte, y así la victoria sea necesaria y liberadora, la gran derrotada será la humanidad misma. Tan disminuida, tanto en individuos como en las grandes estadísticas mortales, siguiendo el aforismo de John Donne.

Por eso, al repasar la historia de la humanidad, tan llena de sangre, tan llena de lágrimas, muchas derramadas por causa de ciertos personajes que se dicen ser grandes hombres, -y que Nietzche afirmó que “todo gran hombre es un mal hombre”- algunos de estos, ávidos de poder y de conquista, los heraldos de la guerra, al igual que los guerrilleros, los terroristas, los narcotraficantes, todos, los homicidas de la delincuencia común, ellos no solo nos disminuyen, sino que las campanas no doblarían por todos los caídos, sino y más tañerían en reproche a todos esos “caballeros”, esos humanos instrumentos de la muerte.