Tienen el club de ajedrez por casa y los 64 cuadros blancos y negros por cárcel. Llegan con los primeros jaques del día y se evaporan a regañadientes con los postreros mates. Pagarían por dormir en esos sitios que son su vida. Sueñan con días eternos, porque saben que en la noche tendrán que asilarse en su cambuche de cero estrellas. Con cara de enroque largo imploran que les permitan quedarse. Su alegría está en el mundillo blanco y negro.
Son la sal y el azúcar del juego que les permite reencarnar en cualquiera de las 32 piezas. Es su forma de celebrar el milagro del ajedrez que les da estatus, los salva del olvido. Este juego nos nivela a todos por lo alto. En su honor es lícito repetir un lugar común: Si el ajedrez no existiera, los solitarios lo habrían inventado. El matusalénico juego es su modus vivendi, jugandi, comiendi, para decirlo en gerundios pecaminosos.
Solo se permiten idilios con la reina del tablero. Le ponen cuernos viendo jugar billar, o llenando crucigramas, destino en el que son duchos. (Definen el crucigrama como ajedrez con palabras). Su condición de anacoretas urbanos los ha convertido en autodidactas. Su destino es invertir sus ocios en templos en los que el ajedrez y el billar se respetan sus espacios, no se pisan las mangueras. El ruido de las bolas al golpearse opera como banda musical de fondo. Los solitarios saben que allí encontrarán mecenas a cambio de lealtades que duran lo que una partida rápida o lenta. No tienen prisa. El estrés no fue hecho para ellos.
Aconsejan, sugieren jugadas, envían mensajes telepáticos o rodillazos debajo de la mesa para evitar la emboscada que se ve venir. Los hay que en una sonrisa o una malacara envían información privilegiada. Según el marchante de arte y trebejista, Jorge Hernández, el único mobiliario de estos soñadores es su cepillo de dientes. Se dejan acompañar de una peinilla amaestrada para ordenar el pelo; o de un pañuelo en el cual siempre habrá rastros de sudor, lágrimas, soledad, mocos. Tienen dos mudas de ropa: el pantalón raído en los cuartos traseros que llevan puesto, y el café donde juegan mientras les lavan el otro.
Nacieron para el anonimato. No los trama la ofensa de triturar horarios de oficina o pagar impuestos que van a dar a la cuenta bancaria de malandros de cuello duro. Y muy blanco. La historia de los clubes de ajedrez es la de la lucha por la supervivencia de estos nostálgicos que no tienen fecha de vencimiento. Siempre serán parte del paisaje.