En esta época de Trump, de alternativas totalitarias europeas y del genocidio contra Palestina, no esperen palabras nuevas. Las mejores palabras son las de siempre, las que ya fueron inventadas hace siglos. Toda denuncia será apenas cita, paráfrasis y lectura, pero seguirá sirviendo para resistir al horror. Porque las palabras son las de la democracia de Pericles en Atenas; las de las libertades de los burgueses europeos; las de la igualdad y fraternidad del pueblo llano en la Revolución Francesa; las de la solidaridad y los mínimos vitales de la Constitución alemana de Weimar, la misma que el nazismo destruyó; las del Sumaq kawsay (el buen vivir) de las gobernanzas indígenas de América; y las de las acciones afirmativas nacidas en la sentencia Brown vs. Board of Education de 1954, cuando la Corte Suprema de EE.UU. decidió que ni diferentes ni separados. Que ahora quieran hacer pasar la igualdad como privilegio y reducir los derechos humanos a ideología y literatura es previsible. Han optado por representar lo que antes fue vencido por esas palabras a las que solo queda volver una y otra vez. "El peligro de los regímenes autoritarios no es sólo la represión, sino la progresiva normalización de la injusticia", escribió Hannah Arendt en 'Los orígenes del totalitarismo'. Esa injusticia nace de hacer perder el sentido de las palabras, de llamar libertad, igualdad o humanidad a lo que nunca lo ha sido. La respuesta urgente es impedir que las palabras pierdan sentido. Será una discusión de moral y humanismo, que además recuerde que todo cálculo, desde el económico hasta el electoral, tiene márgenes inspirados en la dignidad humana que, aún a las malas, aprendimos a hacerle caso. Cualquier impulso por construir confianza y optimismo encuentra su oportunidad en estas palabras básicas que hemos dado por descontadas. Además, la respuesta es urgente porque la amenaza totalitaria se instala en los primeros hechos que no se denuncian. Entonces se vuelven normales y se agrandan. Así han comenzado atacando los derechos de mujeres y la comunidad LGBTI.7 "Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista…", decía Martin Niemöller tras la Segunda Guerra Mundial. Luego han seguido contra la sociedad civil y sus instituciones públicas más cercanas, con el recorte de ayudas humanitarias. Durante el Gobierno de Gustavo Petro, USAID ha proporcionado 1.727 millones de dólares, equivalentes al 8,5% del presupuesto de inversión de 2023. Estos fondos financian educación, paz y seguridad, incluyendo la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Unidad de Víctimas y el Ministerio de Ambiente. "Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío", continúa Niemöller. Entonces vienen por los migrantes. En EE.UU., la resistencia a la migración latina no es nueva, desde que en 1848 compensaron con 15 millones de dólares la adquisición del 55% del territorio mexicano (California, Arizona, Nuevo México, Texas, Nevada, Utah, y parte de Colorado, Wyoming Kansas y Oklahoma). Lo nuevo es la criminalización generalizada al tratarlos como violadores y narcotraficantes, y deportarlos con asaltos en escuelas e iglesias y con la separación cruel de madres e hijos. En la crisis diplomática reciente, vimos la egolatría irresponsable de Petro en redes sociales, aunque defendía a sus nacionales, como le corresponde, con peticiones básicas de derechos humanos. Por otro lado, la respuesta de Trump fue desproporcionada y violatoria del derecho internacional, al desconocer acuerdos comerciales y costumbres diplomáticas. Lo triste es que es más fácil que Petro deje sus redes sociales, a que Trump y su Gobierno cambien de postura. "Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre", concluyen los versos de Niemöller.