Por estos días se celebran las justas municipales de los Juegos Intercolegiados en su edición 2024. En varios artículos, durante más de una década de publicación, me he referido a la importancia que esta experiencia y otras similares tienen en la formación del ser humano, principalmente en las lecciones imborrables que uno guarda de su época de colegio y que perennemente habitan la sala de los más codiciados recuerdos, aun cuando algunos de ellos en su momento hayan significado un mal rato.
Cursaba mis estudios de formación como maestro en la Escuela Normal de Varones de Manizales, y en los preludios de los Juegos Intercolegiados de aquel año el profe de Educación Física hizo la convocatoria para la selección de fútbol. Con mucha ilusión me presenté a las pruebas de ensayo, pero no fui seleccionado. La razón principal, creo, fue mi estatura, que no me favorecía en el fragor de la competencia, a pesar de mis notables virtudes con el balón. Como soy obstinado, un día próximo al inicio de la competencia, le dije al profe que me aceptara, que no tenía problema en ser suplente fijo. “Eso sí -le dije-, si en algún partido estamos sobrados, deme una oportunidad, yo la estaré esperando”.
Tenía a mi favor que era un excelente estudiante. Me aproveché de esa condición para sacar ventaja a mi favor y ganarme con mis calificaciones lo que no había merecido en la práctica.
Con gran entusiasmo recibí la aceptación del profe, de inmediato me integré a los entrenamientos y logré participar en unos cinco. Llegó el torneo, fuimos convocados para la entrega de los uniformes y recibí la ingrata noticia de que no había uno para mí. “No hay problema, profe, tranquilo”, le dije. Pero por dentro lloraba con rabia y le reclamaba a la vida los quince centímetros que me había negado.
Avanzó el torneo y habíamos ganado cuatro partidos de cinco. Cuando jugamos el último de la fase clasificatoria, ya estábamos clasificados y perdíamos dos a uno, pues el profe aprovechó para poner a jugar a los suplentes, entre los que tampoco estaba yo. Sin embargo, faltaban cinco minutos para finalizar el partido y el profe me dijo: “Trujillo, alístese que va a entrar a jugar”. De inmediato me prestaron una camiseta, yo tenía pantaloneta y medias blancas, que eran el color del uniforme. El juez autorizó mi ingreso y tan solo treinta segundos después, al primer trote, mi guayo derecho desprendió su suela. Ahí comprendí que mi padre no era zapatero. Él me los había pegado con solución. El árbitro me exigió que saliera del campo a arreglar mi problema, lo cual hice rápidamente.
Uno de mis compañeros que ya había jugado me prestó uno guayos, pero me quedaron inmensos. El profe le dijo a otro que me prestara los de él, ensayé unos cinco pares hasta que por fin unos me calzaron más o menos bien. Arranqué hacia la cancha a solicitar el reingreso y escuché un pito estridente y ensordecedor: el partido había finalizado. Pasamos a finales, nunca jugué, quedamos subcampeones y en el momento de la premiación hubo trofeo para el colegio y medalla para todos los jugadores, excepto para mí. No alcancé.
Esta anécdota, una realidad que en su momento viví con bastante frustración, hace parte de los más bellos momentos. Estas justas están cargadas de emociones que a su manera anidan en el cofre de nuestra historia y, lo más bello, hoy son testimonio vivo y real de nuestros logros alcanzados. Hasta una “pena máxima” a tu pobreza logra convertirse en un bello recuerdo de tu vida pasada y, meritoriamente, te permite saborear los logros presentes. Más que participar de los Juegos Intercolegiados, lo más importante es vivir una experiencia de escuela que permite a los chicos exponer sus mejores virtudes atléticas y, más aún, susmejores condiciones humanas. Los Juegos Intercolegiados en mí tendrán siempre un aliado incondicional. ¡A sudar, muchachos!