Hace cien años, en octubre de 1924, André Breton publicó el primer Manifiesto del surrealismo, reivindicando la escritura automática, el sueño y el inconsciente en la poesía y las artes, lo que condensaba un proceso liberador iniciado con el romanticismo, las obra de Nerval, Lautréamont y Sigmund Freud y el futurismo, el dadaísmo, el ultraísmo argentino y el estridentismo mexicano que florecieron por esas fechas.

Los años de entreguerras del siglo XX, que parecen opacos por estar atrapados entre dos conflagraciones mundiales, fueron tiempos de efervescencia social e intelectual en el mundo, acorde con los drásticos cambios tecnológicos vislumbrados con la invención de la luz, el telégrafo, el avance de las industrias automovilística y cinematográfica y la aviación, entre otros inventos en tiempos de Charlot, James Joyce y Charles Lindbergh.

El Conde de Lautréamont, joven uruguayo autor de Los Cantos de Maldoror, fue rescatado desde la segunda década del siglo XX por los surrealistas, entre ellos Philippe Soupault, el más entusiasta y fiel de todos, que escribió sobre él desde 1917 y realizó la edición de sus Obras completas con motivo del centenario de su nacimiento, ejemplar que tengo en mis manos, editado por la editorial Charlot. El movimiento contó con una pléyade de poetas y artistas que ingresaban y salían de él como Tristan Tzara, Francis Picabia, Federico García Lorca, Luis Buñuel, Louis Aragon, Antonin Artaud, Max Ernst, Marcel Duchamp, Pablo Picasso, Roberto Matta, Wilfredo Lamm, Salvador Dalí, entre los más famosos y fue activo a lo largo del siglo, inclusive después de la muerte de Breton en 1966, contando con antenas en varios continentes y países como México, Argentina y Japón.

El primer gran precursor del surrealismo es el dadaísmo, creado por el brillante poeta rumano Tristan Tzara (1896-1963), quien congregó a muchachos de 20 años en Suiza para dinamitar el arte, el lenguaje y la poesía, en rebeldía contra el mundo burgués y bélico de la época, la religión, la familia, las academias. Seguidores suyos fueron en América Latina el chileno Vicente Huidobro, inventor del creacionismo; el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y el colombiano Luis Vidales. Breton (1896-1966), autor de Pez soluble y la novela Nadja, precursora de Rayuela de Julio Cortázar, viajó a México en tiempos de entreguerras, donde se encontró con León Trotsky, Frida Kahlo y Diego Rivera y descubrió una cultura prehispánica milenaria de carácter surreal que atrajo a figuras europeas que huyeron del viejo mundo por el auge nazi y la Segunda Guerra Mundial.

Las pintoras surrealistas Remedios Varo y Leonora Carrington llegaron a México, donde se quedaron, haciendo del país uno de los centros del movimiento, pues el peruano César Moro escribió allí uno de los libros claves de la corriente, La tortuga ecuestre, y el gran poeta mexicano Octavio Paz fue amigo de Breton y uno de los últimos representantes entusiastas y activos del movimiento hasta su muerte. Breton definió el surrealismo como “automatismo psíquico puro, pensamiento libre en ausencia de cualquier otro control o regulación de la razón, más allá de toda preocupación estética y moral”.

Cien años después, al escuchar al elocuente André Breton en entrevistas radiales o televisivas rescatadas del olvido, nos damos cuenta de su inteligencia, lucidez y claridad, su inmensa cultura y amor por la poesía. Tanto él como Tristan Tzara fueron figuras literarias que lucharon toda la vida por la libertad y el amor, frente a la guerra y el odio de los poderes plutocráticos e ideológicos. Por eso el surrealismo, el dadaísmo y las vanguardias siguen más vivos que nunca un siglo después.