Ya había escrito en 2017, pero vuelvo a hacerlo. Ana era la esposa de Pablo Mejía Arango, hombre íntegro, que dedicó su vida a escribir y a opinar. Contaba con humor los recuerdos de su propia vida. Hijo de Leticia Arango y de Hugo Mejía. Murió en enero de 2017, después de una larga, penosa, pero dignísima batalla contra la distrofia muscular progresiva, a la que se sumó un cáncer, contra los que luchó sin desmayar.

Un día que lo traté vi su dificultad para moverse y mantenerse en pie, le dije que a partir de ese día su vida sería sentado. Arregló puertas y rampas, se acomodó en la silla de ruedas que utilizó con toda lucidez hasta cuando falleció. Tenían un hijo, Alfonso, “Poncho”. Amable e inteligente como sus padres, porque lo que se hereda no se hurta. Un día convulsionó y le encontraron un tumor cerebral maligno. Luchó con valentía, desconsuelo y desesperación con la quimioterapia y sus efectos colaterales, una aplanadora. Pero siguió las instrucciones que les dieron los médicos. En enero de ese año, dos días antes del primer aniversario de la muerte de su padre, Poncho murió. Que los dos, padre e hijo, descansen en paz.

Pero si ellos pudieron tener una vida digna, con muchas alegrías, no poca diversión, se lo debieron en buena parte a una mujer: la esposa y madre que se dedicó por completo, 24 horas del día, a cuidarlos y a hacerles la vida menos difícil. Ese es el ejemplo vivo de lo que es el amor, en su máxima expresión. Amar con incondicionalidad total. Parece fácil, pero no lo es. Fue algo amoroso en lo que ella puso su alma, su corazón y toda su energía, para dedicarse a cuidarlos y a hacerles la vida llevadera. No esperaba recompensas. Dio todo sin perder y recibió sin quitar. Nunca desfalleció, ni claudicó. Ana ha sido íntegra siempre. Nunca perdió la esperanza y jamás se dejó vencer por las dificultades grandes que le puso el destino.

Gracias al apoyo de doña Leticia, su suegra; de don Eduardo Arango Restrepo y de su familia, de doña Cecilia Bretón, de sus hermanas y de sus cuñados, pudo dedicarse por completo al cuidado de sus dos amores, hoy ángeles. Los acompañó sin falta hasta el último momento. Ana es una mujer que es la representante digna de tantas otras familias que sufren tragedias parecidas, con la misma entereza y dedicación. Todas ellas caracterizadas por una labor silenciosa, que no hace alardes, que no necesita recibir reconocimientos.

Por eso a Anita y a todas las que como ella viven la vida con entrega absoluta a los suyos, aún en las peores situaciones, hay que hacerles un homenaje, levantarse y aplaudirlas. Es una lección de amor en su máxima expresión. Amor lleno de alegrías y de buenos recuerdos, y no exento de profundísimos dolores. En definitiva, entre las dos eternidades que lindarán nuestra vida, el antes de nacer y el después de morir, somos seres solos. Compañías como la de Ana hacen la diferencia en la travesía de la vida.