Diez años atrás, durante un viaje mochilero a la librería de la Universidad de Yale, aproveché una de esas promociones del tipo “el segundo libro al 50%” para hacerme con una copia de “¿Por qué fracasan los países?”, el texto de Daron Acemoglu y James A.
Robinson que poco tiempo atrás había estado de moda en las sobremesas de todo el planeta. Días después, y ante la contingencia de haber terminado “El Gran Gatsby” de un tirón, y mucho antes de lo esperado, en un tren que de New Haven me condujo a Boston, me embarqué en la lectura de éste y, capítulo a capítulo, fui entendiendo la fascinación que despertaba en el público.
Aunque, hoy por hoy, el libro es, bien podríamos decir, un clásico moderno de la economía social, y un regalo seguro que abundó en las navidades de 2012, su teoría sigue estando tan vigente como aquel primer día: la marcada desigualdad entre naciones, particularmente en materia de desarrollo y riqueza, responde a una falla de sus instituciones y no a las contingencias geográficas, históricas o ambientales que a cada una le correspondió en el gran reparto primigenio. Un postulado que Acemoglu y Robinson ilustran de manera impecable a lo largo de sus casi 600 páginas con ejemplos sencillos que permiten evidenciar cómo las cosas varían radicalmente a lado y lado de una misma frontera.
Emocionado tras conseguir interesarme por un tema que, hasta entonces, había sido tan esquivo para mí como lo era la economía, y aprovechando la coyuntura de mis días visitando Boston, tomé una decisión a contrarreloj: iría a buscar a sus autores.
Primero, tuve que ir a Harvard, donde el profesor Robinson tenía una pequeña oficina llena de cachivaches en uno de los edificios de la facultad y donde monté guardia durante dos horas esperando que volviera de almorzar. Sorprendido, y no necesariamente de forma grata (aunque no le culpo), por verme allí, cruzamos un par de palabras sobre el mapa de Colombia pegado en la pared y el capítulo en el que se discute uno de los más grandes problemas de nuestro país: la incapacidad de controlar nuestro propio territorio. Firma en el ejemplar y para afuera, muchacho, que tengo una reunión.
Con quien sí hice mejores migas, y se convirtió en mi favorito personal, fue Acemoglu, a quien pillé un poco más tarde aquel día en su despacho abierto del MIT. Allí, sentado en la soledad de las office hours y asombrado que viniera desde tan lejos para charlar con él, tuvimos oportunidad de hablar largo y tendido sobre mis pasajes favoritos de su texto. Al final, me fui convencido de haber tenido la experiencia única de conversar con un hombre que había conseguido hackear el código fuente de nuestra sociedad hasta diagnosticar sus dolencias con tal facilidad que incluso yo lo podía entender.
Por ello, ver a ambos ganar el Nobel de Economía me llenó de nostalgia por el tiempo que ha pasado desde nuestros encuentros, pero me alegró por igual al haber sido cómplice de la serendipia.