Llegados a este punto, me sería muy difícil señalar el momento exacto en el que me hice hincha del Atlético Bucaramanga. Sucedió de forma muy orgánica, como se aprende a hablar, pues en casa mis padres nunca me inculcaron el amor por el equipo más allá de alguna visita puntual al Alfonso López para un agónico triunfo por la mínima ante el Unión Magdalena en la ya extinta Copa Mustang de albores del milenio. Tal vez fue un adoctrinamiento subliminal inducido por el programa noventero de José Ordóñez, quizás fue una asimilación inconsciente por los grafitis con las letras “A.B.” que acompañaban mi paseo dominguero por la ciclovía de la carrera 27 o simplemente sea un efecto secundario de la ingesta prolongada de Kola Hipinto, pero así se dio.
Lo que siempre tuve claro, muy a pesar de mi apoyo incondicional, era una contundente realidad que nuestros 75 años de vitrinas vacías no consiguen ocultar: somos un equipo malo. Cuando eres niño no lo entiendes porque vives obnubilado por la ilusión propia de la infancia, pero conforme vas creciendo y, año tras año, tu corazón auriverde va encajando más golpes de los que puede soportar con descensos vergonzosos, eliminaciones tempranas y campañas discretas de media tabla para abajo, empiezas a acostumbrarte a no esperar nada como mecanismo de defensa, pues sólo así no podrán defraudarte una vez más…. Y eso es muy triste.
Ser hincha de un equipo malo es una decisión de infinita nobleza, tan voluntaria como suicida. Es embarcarse en un largo camino penitente con pocas y efímeras alegrías mientras naufragas en un océano de incertidumbre y tristeza, pero con todo y eso, vale absolutamente la pena. La gente de Bucaramanga lo sabe mejor que nadie y por ello es tremendamente conmovedor ver la fuerza con la que la ciudad anhelaba por una sola vez ser el mejor, a sabiendas de que era ahora o nunca pues, muy seguramente, no habrá una segunda oportunidad para intentarlo. Estábamos tan, pero tan cerca de tocar la gloria que sintiendo su calor en la punta de los dedos sólo podíamos cerrar los ojos y pedirles a los dioses del fútbol que por favor nos dejaran saborear la inmortalidad sólo en esta ocasión. No necesitábamos más que una estrella para ser felices.
El plantel pilotado por Dudamel es un reflejo fiel del espíritu colaborativo de la ciudad. Sin grandes nombres rutilantes con trayectorias internacionales o bagaje de quilates en la Selección Colombia, como Dayro, Bacca o Rodallega, todos trabajan en función del conjunto, superponiendo el éxito de la colectividad sobre los caprichos del individualismo, como si se tratase de una auténtica colonia de hormigas culonas. Y esa es la esencia misma de este deporte, aunque a ratos se nos olvide, la de jugar en equipo para ganar como tal. Por eso, la victoria del Atlético Bucaramanga es un triunfo para el fútbol en su estado más puro. Llevábamos tres cuartos de siglo esperando este momento y no lo dejamos escapar. Es nuestro turno, mano. ¡Siempre adelante, ni un paso atrás!