El presidente Petro dice que no lo dejan gobernar, que está aburrido ejerciendo el máximo poder del Estado: “Ser presidente es de una infelicidad absoluta. Un sacrificio” le dijo al periódico El País en una entrevista que le concedió esta semana.
Se lamenta de haberse rodeado de la gente equivocada y de haberse aislado demasiado; se duele de haber conquistado el gobierno, pero no el poder y asume sentirse acorralado por los otros poderes y por intereses económicos, entre ellos los de la prensa.
“Soy un hombre engañado”, dijo, al señalar que no ha tenido éxito con los acuerdos políticos a los que ha llegado.
Petro tiene tendencia a victimizarse; por eso habla de golpes blandos, de que lo quieren matar y de la traición de sus allegados.
Raro que una persona que conoce desde hace tantos años los más profundos intersticios del poder se queje de manera tan lastimera y le endilgue a los demás la culpa de sus amarguras y sus fracasos.
Suya es la responsabilidad de designar ministros y funcionarios que han terminado siendo ineficientes o corruptos.
Margaritte Yourcenar nos recuerda en su famosa novela histórica, Memorias de Adriano, cómo el gran emperador y eficiente administrador romano, sentenciaba que la primera responsabilidad del gobernante era saber escoger bien su equipo de colaboradores. Los más honestos y los más capaces diríamos ahora.
En eso Petro ha sido imprudente con total contundencia: precipitado, indiscreto, insensato, temerario, irreflexivo, e incauto (y le caben más adjetivos).
Él mismo ha confesado haberse equivocado de manera flagrante en la materia. Pero no corrige. Convertir a Armando Benedetti en el “hombre del presidente” no acude en su defensa.
En su relación con los otros poderes, Petro debió entender antes de llegar a la Presidencia que su estructura institucional había que transformarla si quería lograr cambios ciertos, profundos e irreversibles que es como ahora llaman algunos, una revolución, palabra y concepto a los que él tanto apela.
No entendió Petro que en un sistema presidencial es muy normal que el jefe de Estado llegue al cargo sin mayorías en el Congreso. Gobierno dividido es como lo llaman los politólogos.
En tal circunstancia el presidente debe esforzarse por construir acuerdos con distintas fuerzas políticas para obtener una coalición mayoritaria y asegurar gobernabilidad.
Aunque lo hizo en un principio, con resultados (la reforma Tributaria, por ejemplo), luego optó por la confrontación y esa coalición, como era de esperar, se desbarató. Ahora intenta desandar el camino y quiere utilizar la crisis ministerial para remendar lo descosido.
Tampoco entendió Petro que la primera reforma que había que sacar adelante era la reforma política; una que hiciera posible cambiar drásticamente el sistema electoral, reformular las funciones de otros órganos del poder público y construir instituciones menos funcionales a la corrupción y a la ineficiencia.
El Gobierno no impulsó, como debía, una iniciativa de esta naturaleza y por eso fracasó en dos intentos, ayudado eso sí, por un Congreso que está cómodo con el actual estado de cosas.
El fracaso del Gobierno es el producto de decisiones erráticas deliberadas y también el resultado de un sistema político inadecuado que este mismo Gobierno no quiso o no pudo cambiar.
Desde este punto de vista, el aburrimiento del presidente es explicable, pero también es autoinfligido.