La historia de Colombia ha cabalgado casi siempre sobre el lomo de la crisis; con contadas excepciones no hemos conocido períodos largos de normalidad. La recurrencia y permanencia de la crisis, que es ruptura y transformación, no nos ha cambiado casi en nada.
Seguimos empecinados en matarnos, las violencias se reciclan, pero no cesan, y el sistema político permanece casi inalterado cuando no peor.
Durante más de un siglo pretendimos capotear los embates del riesgo, llenando de poderes exorbitantes al presidente de la República mediante la potestad de usar la figura del estado de sitio.
El ejercicio de esos poderes también hizo crisis, porque su uso excesivo terminó desbordándose; se convirtió en la forma ordinaria de gobernar y derivó en excesos que deterioraron las libertades, limitaron derechos, exacerbaron la acción militar y legitimaron la insurgencia.
Fue paradójicamente una declaratoria del estado de sitio en el Gobierno de Virgilio Barco la que permitió hacerle el quite a la cerrazón institucional que había impedido reformar aspectos sustanciales de nuestra Constitución Política.
Con la reformulación drástica de los estados de excepción, se limitó su permanencia en el tiempo, y se definieron ya no solo el estado de sitio, sino el estado de conmoción interior y el de emergencia económica. Y se crearon rigurosos controles para impedir el desbordamiento de su aplicación.
En más de 30 años de vigencia, se han declarado siete estados de excepción, el último hace 17 años. La Corte Constitucional ha sido muy rigurosa al calificar su exequibilidad; solo en tres ocasiones les han dado vía libre a los decretos que los han declarado.
Los hechos del Catatumbo que el país conoce indujeron al presidente Petro a utilizar por doceava vez la figura. Lo hizo cuatro días después de anunciarlo por X. Y apenas el jueves pasado expidió los primeros decretos para materializarlo.
No casan la urgencia de las medidas con la tardanza en activarlas. Aquí habría una primera prevención que podría plantearse la Corte. Después de más de una semana de sucedidos los graves hechos en esa martirizada región, fuera de la presencia del Gobierno en la zona, y de uno que otro consejo de seguridad, ninguna medida concreta en ejercicio de la excepcionalidad se ha tomado.
Ahora bien, el estado de conmoción interior según nuestra Carta debe tener claras justificaciones fácticas, clara excepcionalidad de la situación y clara su condición de imprevisibilidad.
Hay realidades que contrarían esas caracterizaciones: El Catatumbo ha sufrido por años la ausencia del Estado, la ocurrencia de los hechos fue advertida desde hace poco menos de un año por las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo y los avisos de la misma comunidad organizada. No son por tanto situaciones imprevisibles, insospechadas, inusitadas.
Serias investigaciones de académicos y expertos han venido señalando hace tiempo el debilitamiento de la Fuerza Pública y de los organismos de inteligencia del Estado; la Fuerza Aérea, afirman, ha perdido capacidad operativa ya que tiene un poco menos de la mitad de sus helicópteros y aviones en tierra por falta de mantenimiento y de combustible.
Para agravar la situación, el jueves de esta semana conocimos la noticia de que el Gobierno americano pretende revisar, y mientras tanto suspender la ayuda para el mantenimiento y reparación de 53 helicópteros artillados Blackhawk de fabricación gringa. Ya desde antes se vienen usando aeronaves de Ecopetrol para enfrentar la situación.
Sino se previó lo que se debió prever, la crisis fue inducida, y mal podría dar lugar a la declaratoria de un estado de excepción.