La palabra migrante anda vigente en los titulares de la prensa internacional, casi siempre puesta al lado de otra: ilegal.
Hemos puesto en los márgenes, en ese lado de la sociedad con la que no queremos convivir, algo de lo cual todos somos un poco: migrantes.
Ser nómada es una característica inherente a la naturaleza humana. Cada vez es menos común quedarse en el hogar materno o paterno; nos movemos, buscamos nuestro espacio.
Algunas veces fuera de nuestro pueblo, de nuestra ciudad o de nuestro país, decidimos migrar: trasladarnos a un lugar distinto.
La OIM (Organización Internacional para las Migraciones) en su informe de 2024, señala que a 2020 había cerca de 281 millones de migrantes internacionales y que desde 1970 el principal receptor es Estados Unidos.
Sin duda, un país forjado desde sus inicios por el trabajo de millones de migrantes.
Salamina (Caldas) fue fundada hace 200 años, con una importante presencia de personas que provenían del sur de Antioquia.
Fue el epicentro del proceso de colonización de toda una región que se conocería como el Gran Caldas. Sin duda sería más interesante nombrarlo como un proceso migratorio. Gentes del Cauca, del Tolima, de Boyacá, entre otros, llegaron a estas tierras con el objetivo de trabajarlas y asentarse allí.
Gracias a esta fuerza migratoria se fue forjando la identidad de toda una región y se allanó el camino para ser el epicentro de la producción cafetera de hace cien años y de la cultura que se expandía entre la cordillera central y la occidental.
Salamina, a principios del siglo XX, tenía dos imprentas, un interesante indicador de la dinámica cultural y social que allí se vivía.
La ilegalidad de la migración es un invento humano reciente, que va en contra de lo que realmente es: una necesidad humana y un derecho.
Ni Estados Unidos, ni Salamina, ni Manizales, Buenos Aires, Bogotá o Londres, podrían ser lo que son sin ese encuentro de culturas, sin los millones de horas de fuerza de trabajo de quienes habitaron y habitan ese territorio.
Es especialmente vergonzoso cuando los discursos de odio y los regionalismos exacerbados, evidencian que no se trata de excluir a todos los migrantes, sino a los más pobres. La aporofobia es superior a la xenofobia.
En Colombia hemos sido poco amables con los venezolanos pobres, pero muy bondadosos y amables con los ricos y ni hablar de España o Miami en los últimos años, donde los venezolanos con poder adquisitivo han recibido trato preferencial, incluso para especular con la vivienda.
Ahora bien, si muchas sociedades se han hecho con la fuerza de trabajo de personas extranjeras, ¿por qué surge la xenofobia? Quizás en el fondo de nuestra naturaleza no queremos competir con nadie por lo que consideramos nuestro, pero tampoco tenemos un sistema, sobre todo educativo, que enseñe la riqueza de la interculturalidad y los aportes de las fuerzas migratorias.
He vivido en dos lugares distintos a mi lugar de origen. En varias ocasiones me preguntan por qué lo hice, si me gusta el lugar que habito o qué es lo que no me gusta y si volvería.
Soy una migrante con grandes afectos y gratitud por su lugar de proveniencia y con fuertes lazos y compromiso por el lugar que habito. Es sencillo, pero retador para quienes llegan y para quienes reciben.
Solo con educación podremos superar los escenarios de odio o discriminación, atesorando el valor de la diferencia y recordando que todos tenemos algo de migrantes.