Alienado

Jorge Alberto Gutiérrez J.

Es lógico que, en la gran mayoría de los casos, los habitantes pertenecientes a países con una larga historia de colonización, en precarias condiciones de vida, acosados por la pobreza y la falta de oportunidades y cuyas economías han sido incapaces de asumir, emigren o pretendan hacerlo al país que los subordinó cultural y económicamente durante largos periodos.

O, lo hagan a países sustitutos que tomaron el relevo imperialista convirtiéndose en la nueva tierra prometida.

Los argelinos a Francia, los indios y africanos a Inglaterra, los latinoamericanos a EE. UU., España o al resto de Europa y así sucesivamente…

Migrantes que una vez afincados en sus nuevos territorios buscan afanosamente adoptar las posturas externas del colonizador, negando, como si esto fuera posible, su origen cultural así sigan alimentándose de igual manera o se protejan en guetos que tratan de reproducir el hábitat que les dio origen.

La situación es tan patética que, en muchos casos, parejas de estos inmigrantes prohíben a sus vástagos comunicarse en sus idiomas nativos, convirtiéndose en apátridas para quienes no hay un segundo lugar sobre la tierra.

Las deportaciones anunciadas por Trump, así lo demuestran.

Es trágico observar a muchos de los ya legales, de fenotipos indígenas, pelos hirsutos o con pigmentos de distinto color cerrarles las puertas a los nuevos migrantes a los cuales consideran invasores, culpándolos de todos los problemas existentes en su nuevo país.

O verlos “disfrazados” de gringos, pelipintados y mascando chicle ansiosa y desaforadamente.

Alienados en tierra ajena, o en la propia, porque la colonización puede ser tanto interna como externa, acaban como fervorosos borregos yendo a las urnas a sufragar por el colonizador a quien legitiman con su voto.

Es tal la fuerza de tamaña transculturación, distinta al caso en que ambos grupos se enriquecen mutuamente que, aferrada a la psique de estos grupos, la transfieren al resto de sus congéneres. Una subestima ordenada desde el poder.

Recientemente, el presidente Trump le declaró la guerra a la cultura hispana al prohibir el español en las dependencias y comunicaciones de la Casa Blanca, orden que ha ido permeando las esferas más íntimas de la vida cotidiana.

La escena se repite en las calles, incluida La Florida, territorio de mayoría hispana: “In this country, only english spoken. Outside of here”, o el francés, casado con una manizaleña de singular belleza que prohibió a sus hijas aprender el lenguaje de los porteros.

Recientemente también, aseveraba el director de cine Jacques Audiard refiriéndose a la lengua de Cervantes: “El español es un lenguaje modesto, de pobres y migrantes”.

“Entender una lengua es asumir una cultura”, sentenciaba el psiquiatra Franz Fanón en su libro: “Piel negra máscaras blancas”.

Limitados por el estatus de extranjeros, por las campañas en su contra, la persecución, el hostigamiento, el racismo y a pesar de su enorme contribución a la economía de estos países o haciendo lo que los nativos se niegan a hacer, y con sus ingentes aportes en campos de las profesiones liberales, la ciencia y la cultura, se ven acorralados pagando por un sueño que no se compadece, en la mayoría de los casos, con los mínimos principios de la dignidad humana.