La realidad de los colombianos supera cada día la ficción. Lo que hace que tenemos un desquiciado en la Presidencia de la República, nada de lo que suceda nos sorprende.

Porque nuestra estabilidad depende de su estado anímico, de su desjuicio, de su ebriedad o de su psicosis. Y como es difícil encontrarlo sin afectaciones mentales, nos toca padecer cada día más vergüenzas y asumir con resignación los desastres que provoca. ¿Será que no tiene asesores que lo controlen, o alguien que le reprima sus impulsos?

En la madrugada del domingo, aduciendo una explosión de dignidad ante la deportación de colombianos ilegales desde Estados Unidos, provocó una crisis diplomática que puso al país en el mayor riesgo de su historia, y que tuvo que solucionarla, paradójicamente, Álvaro Uribe Vélez.

Pero, ¿qué tal Petro hablando de dignidad, cuando juega con la de cincuenta millones de colombianos a diario, y está aliado con quienes por años nos la han vulnerado? ¿O dónde quedó la dignidad de los soldados y policías presos en los campos de concentración de las Farc? ¿O la de los secuestrados por el M-19 soportando que se les defecaran encima para degradarlos al extremo?

¿O la del niño bomba, o el collar cargado de explosivos en el cuello de una señora inocente? ¿O la de los magistrados y demás civiles calcinados en el Palacio de Justicia? ¿O la de los policías incinerados en los CAI por asesinos financiados por Petro y Bolívar?

¿O la de los niños violados en campamentos guerrilleros? ¿O la de los desplazados del Catatumbo y demás regiones donde dominan los terroristas del Eln y las Farc? ¿O la de Colombia doblegada a Maduro, Diosdado y demás mafiosos venezolanos?

¿Dignidad? Petro, arrodillado ante los peores criminales, con quienes pactó desde la campaña los beneficios que obtendrían y es a los únicos que les cumple, no puede hablar de dignidad. Por eso cuando la menciona, resulta haciendo el peor de los ridículos.

Porque es un contrasentido que se duela de que Estados Unidos reaccione ante la migración masiva de colombianos, mientras se sienta a manteles con los narcoterroristas para cederles vastos territorios. O consienta una invasión venezolana en el Catatumbo, mientras se va para Haití a echar discursos ridículos de soberanía y poder popular.

Un presidente que todos los días nos llena de indignación por sus actos públicos grotescos no puede venir a reclamar nada distinto de lo que genera. Y lo que genera es lástima.

Porque su insania es objeto de burlas mundiales y la dignidad que dice defender mediante salidas incoherentes, escritos ilegibles, discursos abstractos, delirios evidentes y pendencias pueriles, lo han convertido en un ser ridículo que, si no fuera por el peligro al que nos expone, podría ser hasta gracioso.

Pero nada puede ser gracioso ante una realidad tan cruel como la que vivimos: cincuenta millones de colombianos rogando para que quede algo de país después de este tsunami llamado Gustavo Petro. ¡Ojo con el 2026!