A la gente hay que creerle, me decía Álvaro Gómez Hurtado, mi mentor en épocas de juventud. No era ingenuo, pero sí conciliador nato y pragmático. La presidencia tripartita de la Asamblea que parió la Carta del 91 lo demuestra, al lado de sus enemigos políticos: el liberalismo clientelista y la guerrilla reinsertada que lo tuvo secuestrado.
Por ello, a los presidentes hay que creerles. La necesidad de un ejemplo me sirve para un paréntesis, a raíz del Decreto de Conmoción Interior que revive la expropiación administrativa que llaman “exprés”. El candidato Petro arremetió en campaña contra los propietarios de tierra y el hoy presidente, aunque ofreció comprar la necesaria para la reforma agraria y firmó con Fedegán un acuerdo con tal fin, no abandona su discurso activista contra los propietarios legítimos, ni los intentos -ya van tres- por disponer de un mecanismo de expropiación administrativa con el mínimo de recursos para garantizar a los propietarios su derecho a la defensa.
Cierro paréntesis para plantear que, ante la nueva realidad política de Estados Unidos, al presidente Trump hay que creerle; no es en vano su victoria rotunda, con triunfo republicano en Senado y Cámara y una Corte Suprema de mayoría conservadora; es decir, con gobernabilidad para hacer realidad uno de sus su lemas: “Promesa hecha, promesa cumplida”, comenzando con la de “Hacer a América grande otra vez”, que cautivó a millones de votantes que, a manos de los demócratas, estaban perdiendo su apreciado “american way of live”.
Trump no solo tiene claras sus prioridades: migración, lucha contra las drogas y el terrorismo, pragmatismo en las relaciones con Latinoamérica, ligado a los intereses de su país; y el desmantelamiento de la llamada “cultura woke” de su administración y de la política pública, sino que está convirtiendo esas prioridades en decisiones y acciones a una velocidad vertiginosa.
Siempre habrá protestas, pero su pueblo le cree. ¿Y nosotros? Con el episodio de los deportados estuvimos al borde del abismo, pues la decisión inicial de Trump habría colapsado nuestra economía, comenzando por las flores con San Valentín encima.
Hay dos caminos: levantar la bandera del antiimperialismo yanqui y quemar la de las barras y las estrellas, optando por un peligroso enfrentamiento con nuestro principal socio comercial y aliado estratégico en la lucha contra el narcoterrorismo, o bien, entender que estamos ante una nueva era, no solo en Estados Unidos sino en muchos países que hoy se reencuentran con los valores de libertad y democracia que, con sus imperfecciones, permitieron el desarrollo y la prosperidad en occidente.
No se trata de arrodillarse, sino de pragmatismo y actitud conciliadora, “a lo Álvaro”, frente a los intereses opuestos de las naciones y un entorno geopolítico en el que no somos protagonistas.
En últimas, se trata de entender la realidad de una nueva era.