Inútil es hacer memoria sobre los intentos de sucesivos gobiernos colombianos por alcanzar la anhelada paz.
Mejor aterrizar en la realidad, porque acontecimientos recientes indican que los movimientos armados ilegales tienen tal poder, económico y militar, y el manejo político es tan ilusorio, que cualquier intento de paz negociada, ante la ingenuidad de los gobiernos y la arrogancia y astucia de los voceros de la insurgencia, es una costosa pérdida de tiempo.
La acción militar es la única medida eficiente, pero tropieza con el hecho de que los guerrilleros usan a la población civil como escudo y a políticos aliados como informantes de los planes militares.
Cuando no es que la fuerza pública es maniatada con órdenes superiores de cese al fuego, medida que el Gobierno dispone ingenuamente y solo sirve para darles oxígeno a los criminales, mientras se desmoralizan las tropas y se congelan sus planes.
En un momento histórico, la Fuerza Pública logró que a los insurgentes se les sacara de los centros poblados y los obligó a remontarse, bloqueándoles las vías de suministro de bienes indispensables, para que se aplicara lo sugerido por el presidente López (1974-1978): “A la guerrilla hay que derrotarla y después negociar con ella la reinserción a la vida civil”.
El acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que se realizó con éxito, tropezó con la politización impuesta por quienes decidieron volverlo trizas, inspirados en odios personales contra el mandatario de turno, de espaldas al interés general de los colombianos.
Además, los espacios dejados por los guerrilleros desmovilizados no fueron copados de inmediato por la fuerza pública, sino abandonados para que los ocuparan subversivos de otros movimientos; y los compromisos adquiridos por el Estado con los reinsertados se burlaron y muchos firmantes del acuerdo fueron sistemáticamente eliminados, para desgracia de la paz lograda y satisfacción de quienes, desde los escritorios de la alta burocracia y los salones de exclusivos clubes sociales, sólo querían desconocer o, mejor, sabotear lo que había logrado el gobernante objeto de sus malquerencias.
Por ser suficientemente conocidos, se omite la mención de los nombres de los protagonistas de este drama nacional, en el que se impusieron malquerencias personales por encima del bien común.
Así se traicionaba lo propuesto por el general Benjamín Herrera: “la patria por encima de los partidos”, al dejar caer la espada con la que había combatido al gobierno conservador en la guerra de los mil días, ante la consigna del presidente Teodoro Roosevelt, de los Estados Unidos: “I took Panamá”, quien propició la pérdida para Colombia de ese territorio, para adquirir el dominio del canal.
La misma aspiración de Trump, más de 100 años después, pero con idéntica arrogancia imperial.
La paloma de la paz, dibujada en profusos espacios públicos por decisión, más poética que práctica, del mandatario BB (1982-1986); bellamente plasmada en mármol por el maestro Botero, que fue dinamitada por secuaces del narcotráfico; y maltrecha en inútiles mesas de diálogo, ante el poder de los grupos armados ilegales que dominan el territorio nacional, voló y voló…, por seguridad.