A mediados del siglo XX se destaparon las organizaciones mafiosas dedicadas al lucrativo negocio del narcotráfico, que bajo la denominación de carteles operaban en varias regiones del país. Los capos decidieron ingresar a la política financiando campañas de funcionarios de elección popular, quienes, a su turno, incluyeron en las nóminas oficiales fichas de los padrinos, permeando el gobierno en todas las instancias, desde las bases hasta la cúpula. Al fenómeno no fue extraña la empresa privada; algunas se asociaron en forma discreta con inversionistas cuyos recursos financieros provenían de actividades delictivas.
Ahí comenzó el deterioro de los valores sociales, porque el lujo, la ostentación y el esnobismo reemplazaron a la modestia, el decoro y el trabajo honesto, relegados a la condición de ingenuidad; falta de ambición o pendejada. Sobra citar ejemplos, porque son ostensibles y suficientemente publicitados. Lo destacable es que, cuando a los poderosos carteles de los años 60 y posteriores se les derrumbaron las estructuras, notables capos terminaron muertos, encarcelados o extraditados, para que el negocio mutara hacia el microtráfico.
Ingresó al baile de la lucrativa actividad comercial la subversión, cuyos objetivos políticos se esfumaron, para convertirse los grupos guerrilleros en poderosos empresarios multinacionales del tráfico de drogas ilícitas, actividad más productiva, con socios en países ricos, que posan de “distinguidos financistas” y mueven los hilos de capitales “golondrina”, que con ropajes de legalidad campean por el sistema económico universal.
Lo triste y socialmente demoledor de todo ese entramado es que los platos rotos los ha pagado la juventud, que se dejó seducir con cantos de sirena, para que la riqueza rápida, la superficialidad y el lujo en la vestimenta, los carros de alta gama, las parejas sexis y el derroche, condujeran a millones de muchachos a la muerte o a las cárceles de muchos países, mientras los dueños del negocio se daban la gran vida, paseando por los mares del mundo en lujosos yates, alojados en exóticos hoteles o tomando exquisitos tragos en refinados clubes sociales, en compañía de las élites del poder de diferentes naciones, incluidos mandatarios corruptos.
Esa “cultura” mafiosa, que tanto daño ha hecho a Colombia, puede superarse con el ejemplo y la orientación de artistas, intelectuales y deportistas destacados, que comparten su éxito a través de entidades creados por ellos, para darles a niños y jóvenes una orientación sana, fructífera y ejemplar, que trascienda a sus familias y al entorno social.
Para destacar, la fundación Pies Descalzos de Shakira; la escuela deportiva de Yerri Mina en el pueblito caucano de donde proviene; la orientación a los menores de Santa Marta que hace el “Pibe” Valderrama; la escuela de música de Juanes, en Medellín; la formación de beisbolistas en Barranquilla, orientada y financiada por Cabrera; el semillero futbolístico de Iván Ramiro Córdoba en Cali; el apoyo de “Lucho” Díaz al deporte, en La Guajira; el estímulo de Nairo Quintana a sus paisanos boyacenses; y otros semejantes en varias regiones del país.