Ecopetrol, la joya de la corona de las empresas públicas colombianas, atraviesa uno de sus momentos más oscuros. En lo que va del año, sus acciones han caído un 33% en la Bolsa de Valores de Colombia y casi un 39% en Wall Street. En medio de un Gobierno que toma decisiones controvertidas sobre el sector energético, la compañía enfrenta no solo una pérdida de valor sino también una caída en sus utilidades del 14,7% en el último trimestre. Estos números no son simples fluctuaciones de mercado: son un reflejo del impacto que una mala administración política puede tener en el patrimonio público.
El ideal de las empresas públicas es innegable. En teoría, representan el esfuerzo colectivo de una nación por generar riqueza y bienestar para todos. Pero la realidad en Colombia nos demuestra que estas empresas suelen convertirse en herramientas al servicio del capricho político, el clientelismo y la corrupción. Ejemplos no faltan: durante la alcaldía de Carlos Mario Marín en Manizales se creó una empresa para gestionar el proyecto del cable aéreo, pero una vez cumplido su propósito, quedó sin funciones claras y fue liquidada. No sólo Marín, en la administración de Octavio Cardona, Aguas de Manizales, una entidad destinada a garantizar el servicio de agua, se utilizó para proyectos como la construcción de un mirador y la pavimentación de vías, desviando su misión y burlando la Ley 80 de contratación pública.
Estos casos no son anomalías; son parte de un patrón. Cuando las empresas públicas se ponen en manos de políticos corruptos o ineptos, no solo pierden eficiencia, sino que destruyen el valor que deberían generar para todos los ciudadanos.
Sin embargo, hay ejemplos que nos recuerdan el potencial de estas empresas cuando son bien gestionadas. La Industria Licorera de Caldas, bajo dos administraciones previas de la Gobernación, se transformó en un modelo de eficiencia y rentabilidad, devolviendo recursos significativos al departamento. Pero aquí radica el problema: todo lo que tomó años construir puede desmoronarse con la llegada de una mala administración. Sabemos lo difícil que es construir y lo fácil que es destruir.
Es en este contexto donde la privatización aparece como un “mal necesario”. Aunque no ideal, ofrece una solución pragmática: proteger los recursos de los ciudadanos de los estragos de la corrupción y la ineficiencia política. Además, modelos como las Alianzas Público-Privadas (APP) combinan lo mejor de ambos mundos, permitiendo que la inversión privada aporte disciplina y sostenibilidad, mientras que el sector público mantiene cierto control y orientación social.
No se trata de negar el valor de las empresas públicas, sino de reconocer que su éxito depende más de la calidad de sus administradores que de su naturaleza misma. Con el auge de líderes populistas y sin experiencia, ¿es responsable arriesgar nuestro patrimonio en manos de administraciones futuras?
La historia nos da una lección clara: mientras sigamos permitiendo que los intereses políticos se impongan sobre los técnicos, la privatización dejará de ser una elección y se convertirá en una inevitabilidad.