Quizá ya sabrán los lectores que hubo cambios en las reglas de juego para los columnistas de este diario. Se nos comunicó en una carta que los títulos de las columnas pueden ser cambiados en la versión web y que debemos recortar a quinientas palabras nuestros textos. Ya sabrá entonces quien se asome a la ventana virtual que si lee un título como los del Quijote -“De cómo cambiaron las reglas de juego de los columnistas”-, no fui yo; yo me responsabilizo de mis propios sesgos.

Las quinientas palabras, lo de menos. Si uno no logra decir nada en cien, mucho menos en seiscientas. Puede ser que los lectores ya no encuentren mamotretos de ochocientas palabras, lo cual en últimas redundará en que no se les enfríe el desayuno, y que nosotros los columnistas tengamos que desempolvar la capacidad de síntesis.

Solo me preocupa que nos vayamos quedando sin espacio hasta que únicamente reste un titular vacío. De modo que no tendríamos periódicos sino cementerios de titulares que resuman en una frase todo lo que perezosamente habría que saber. Entonces el chat GPT podría generar los títulos y así no habría por qué molestarse en escribir. Para los amantes de la economía, sería una excelente economía de pensamiento.

No sé qué dirán mis vecinos columnistas, pero no hay nada más difícil cuando se escribe una columna que titularla. Los títulos son como los nombres de las personas: una especie de identidad después del alumbramiento. Hay que pensarlos bien: ¿qué es lo que debería quedar más claro o menos turbio?, ¿cuál es el primer impacto que debería tener el lector, si es que hay algún impacto (si es que hay algún lector)?

Llámenme romántico o problemático, pero los títulos son animales misteriosos, como camaleones: cambian el color de su piel en símbolos, a veces en una frase inquietante del texto. En ocasiones son abejas que pican antes de la columna, en otras hormigas laboriosas durante la escritura, o pájaros que aparecen al atardecer, ad portas del envío. Un tal Gabriel dijo hace décadas que “Hay que parecerse al nombre”. Lo mismo con las columnas: hay que luchar para que se parezcan a su título. Nombrar es un acto de libertad; luchar por el propio nombre también lo es.

Esta columna quería llamarse “En el nombre del nombre”, pero resultó llamándose así por si deciden cambiarlo. No podía no referirme a esto, que en apariencia es insignificante, pero que si se piensa con detenimiento no es un asunto menor. Los títulos constituyen un elemento trascendental del texto; son únicos, como el nombre a las personas. Me parece justo que los lectores sepan que se han cambiado las reglas de juego y que adviertan, por otra parte, que los columnistas fuimos los últimos enterados de la decisión.

Adriana Villegas deja su columna de los domingos. Habrá que ponerle otro significado al nombre “domingo”. Aprendimos de su observación, de su crítica, de su constancia, y, sobre todo, de su apuesta por escribir para y en esta región cafetera. Seguramente la leeremos en otros espacios, así el medio en el que escriba tenga un nombre distinto.

Julián Bernal