Muchas columnas podrían ser un tuit, como también podrían ser un correo, o como podrían ser un pensamiento, una malquerencia, un pájaro que de pronto se asomó por la mente, una mosca que ronda, una llama que baja por la garganta. Como esta. Las columnas son un diario de la existencia (de la insistencia). ¿Pero por qué romper el silencio?
En el fondo uno escribe para aparentar que tiene sentido lo que uno vive. Pienso en esa expresión al mismo tiempo tan impersonal y tan personal de decir “uno escribe”: ¿quién es el “uno” que escribe?, ¿uno mismo siendo otro?, ¿por qué no mejor decir “yo”? Porque lo que uno diga no se puede decir de otra manera: con esa distancia y esa cercanía a la vez para aprender a verse.
Estos días he estado orientando talleres de escritura creativa. Hemos hablado del género de la autoficción: cómo se puede ser “uno”, ser “yo” y ser “otro” en un texto literario. En un taller pensábamos en que, de alguna forma, todo lo que se escribe es ficción como todo lo que alguien escribe es autobiografía (así sea ciencia ficción): no hay nada más personal que las propias fantasías. Discutíamos sobre la idea
según la cual una descripción habla más de quien describe que de aquello que se describe: describir es una forma de amar. Concluíamos que la narrativa personal es como dividirse: alejarse de uno mismo para verse como voz narradora, como personaje, como giro narrativo. ¿Qué pasa si nos entendemos como narradores de nuestra historia?
En otro taller leímos un cuento de Mariana Enríquez: “El desentierro de la Angelita”. Una bebé muerta persigue día y noche a la narradora y ella tarda en enterarse de que es su tía abuela, cuyos huesos resultaron perdidos. Les pregunté a los participantes del taller (jóvenes y niños de Manizales) si ellos habían visto muertos de día (quería que me contaran sus historias de miedo). Me respondieron: “Todos los días después de los tiroteos”. Me llevaron a pensar que los peores no son los monstruos fantásticos sino los monstruos reales: un muerto después de las balas, tirado en medio de la calle; la imagen de la sangre creando un charco rojo sobre el pavimento. El monstruo del tener que irse de la casa, del barrio, del pueblo, porque una vez más vienen los de siempre, los pacificadores, a arrasar hasta con las fantasías. Los monstruos reales matan a los fantásticos y se burlan de ellos por su inocencia.
Uno tarda en recuperarse. Y cree que puede escribir una columna que bien podría ser un tuit. Y uno insiste (¿por vanidad, por desocupe, por desespero?), y se pregunta: si no hay nada más personal que las propias fantasías, ¿qué pasa cuando no hay fantasías, o cuando la única fantasía es la grieta del tablero, el pantalón colgado como una ausencia, el recuerdo de una cancha de fútbol convertida en arrume de piernas con las botas al revés? Tal vez ahí la escritura no sirva para nada. O tal vez sí: para saber que esas fantasías reales también son escritura.