Terminó la Copa América y vivimos el efecto místico que crea el fútbol: la patria se convierte en una camiseta; la sensación de ilusión junta momentáneamente hasta a los enemigos. Pero hubo que levantarse después de la derrota equilibrando la tristeza con la consolación de que por lo menos no fue tanto el guayabo. Esa harina que compramos no se perderá desparramada en calles ni desagües. La pérdida trae consigo cosas buenas para el ahorro. Colombia perdió, ganamos un poco. (Incluso el fútbol me hace hablar de “nos”, yo que procuro evitarlo para no sentirme en una cofradía; se me sale involuntariamente: así como hace una semana dije “ganamos”, el domingo también dije “perdimos”).

Estuvo muy cerca la Copa. Cuando vimos que la final se demoraba porque había una multitud intentando entrar con boletas falsas o colándose por muros y ductos, auguramos: “Es nuestra, es una señal del destino”. El partido comenzó una hora y media después, entonces concretamos: “No puede no ser nuestra una Copa que inicia tarde”.

No fue así. El dios del balón es implacable. Argentina se benefició de sus días de descanso y de sus viajes cortos, de su torneo fácil y de su experiencia. Es un equipo reflejo que juega dependiendo del rival. Parece ganar tocada por las manos de Dios (y por manos humanas). Aunque no hay de otra: perdimos, no nos robaron. Perdimos: no es culpa del árbitro ni de la Conmebol.

Y de nuevo se propaga la imaginación de una patria que ha sido tejida con cada derrota. El racismo aflora aún más en ella. Esta es una nación que solo recuerda a sus guajiros si hacen goles acrobáticos, a sus chocoanos si meten cabezazos suspendiéndose en el aire, a sus caucanos si hacen un quite y evitan un gol. El otro solo existe en tanto haya un partido de fútbol de por medio. Tras el pitazo final los de la periferia vuelven a ser materia del olvido.

Sin embargo, hay belleza en el desquite histórico que aparece: el fútbol impulsa a un país racista a gritar eufórico los goles de sus negros –tanto como España celebró el domingo los tantos de los hijos de sus inmigrantes–. El fútbol está empezándole a pedir a Colombia su propia identidad –que no es otra cosa que el cúmulo de fracasos y experiencias, el color de sus pieles y las lágrimas de su gente–, distinta de las comparaciones con Argentina o con Brasil, distinta de las mentalidades del país de los diminutivos.

No es hora de decir que un mediocampista tiene la zurda de Messi, sino la de James. No es hora de repetir que un delantero hizo un sombrero a lo Neymar, sino a lo Juanfer Quintero. No es hora de comparar las atajadas de un portero con las del “Dibu” Martínez, sino con las de Camilo Vargas. No es hora de afirmar que un jugador es tan buen defensa como Lucio, sino como Dávinson Sánchez.

Es hora, en cambio, de redescubrir la grandeza de los Lucho Díaz que han sabido, primero que todo, ganarles a la pobreza y a la violencia de su país; ganarle a esta patria en que hasta las victorias se celebran con muertos.

La derrota del domingo fue solo una forma de aprender a ganar. Que sea por lo menos ese un mantra para la vida. Prefiero –y ahora sí hablo en singular– la victoria de la vida de los Luchos por encima de cualquier Copa. Prefiero la vida en la derrota que la muerte en la victoria.