La semana pasada el Gobierno estadounidense emprendió lo que muchos llaman una guerra comercial.

Una guerra que, incomprensiblemente, está siendo librada, de una parte, contra dos de los más grandes aliados del titán americano como lo son Canadá y México; y por otra parte contra China, otro gigante que no se quedará con los brazos cruzados.

El raciocinio detrás de esta “jugadita” tiene sustento en la tesis de que la protección artificial del aparato productivo nacional le permitirá vigorizarse y generar empleos locales.

Y no hay que perder de vista que dicho Gobierno se hizo elegir sobre la plataforma de revitalizar la industria americana y, en su visión, esta política suma pasos en esa dirección.

Pero tampoco hay que perder de vista que una “guerra comercial” solo deja perdedores.

Y “para muestra un botón”: todas las ganancias que habían acumulado el dólar, los bonos de deuda del tesoro americano y los principales índices accionarios desde la elección del nuevo presidente estadounidense se borraron en la última semana.

Y de las expectativas de inflación, ni hablar. Resulta absolutamente lógico que si a Estados Unidos le sale más caro importar los diferentes insumos que requiere para mover su aparato productivo, ello inevitablemente traerá un alza de precios, que no es otra cosa que la odiosa inflación.

Y ni qué decir de los países que son objeto de los aranceles. Ellos también se verán seriamente perjudicados puesto que ponen en riesgo un importante mercado que soporta su economía.

Afortunadamente, como hace un mes, a los pocos días de anunciada la nueva ronda de aranceles, Estados Unidos otra vez le confirió a México y Canadá un mes más de “tregua”.

El problema es que la incertidumbre es el peor enemigo de los negocios y del crecimiento económico. El vaivén del Gobierno americano muy probablemente inducirá un ciclo de desaceleración económica marcada, si no es que aparece nuevamente en la palestra el fantasma de la recesión.

Pero lo realmente alarmante para Colombia es el último anuncio de los nuevos aranceles a todas las importaciones agrícolas de Estados Unidos.

Aún no sabemos cuál sería el alcance de esta medida, ni para cuando, o si es para todos los países, o cuál será la tarifa del arancel.

Ojalá ello no ocurra, porque las repercusiones para nuestro país serían catastróficas, pues pondría en riesgo cientos de miles de empleos en agroindustrias como la del café (40% se exporta a EE. UU.), flores (90% va a EE. UU.), aguacates (el mercado promisorio es EE. UU.), limón, arándanos, uchuvas, entre tantos otros que esperan consolidar dicho mercado.

En conclusión, la guerra comercial emprendida por el Gobierno estadounidense no solo amenaza con desestabilizar las economías de sus aliados y adversarios, sino que también pone en riesgo el crecimiento económico global.

Es fundamental que la diplomacia actúe de manera coordinada y decidida para disuadir a Washington de imponer estas medidas. En un mundo interconectado como el nuestro, esta guerra comercial perjudicará especialmente a los más pequeños, como suele ser en todas las guerras.