Hay momentos en la vida que llegan sin aviso, como un viento súbito que agita lo quieto. Una quietud cómoda, como se nos ha dicho ha de ser la vida. Pero no hay tal comodidad -al menos-. Llegan revelaciones, destellos, silencios cargados de sentido.
Así describiría mi experiencia con el misterio de la fe: no como un mapa trazado, sino como un sendero que se dibuja al caminar, sobre todo, cuando uno cree que está haciendo círculos sin sentido en medio de la existencia.
No pretendo pontificar, pues esto no es una lección; es, mejor, una confesión en el mejor sentido de la palabra: un relato que se ofrece, esperando resonar en otros.
De joven fui un estudiante rebelde, sobre todo en lo espiritual. No creía en Dios. De hecho, ni siquiera querían proclamarme bachiller académico en el colegio católico donde estudié porque decían que yo era “una célula secular” dentro de la institución.
Lo cierto es que no me interesaba nada de lo religioso. Mi mundo era la lógica, la razón, lo tangible. Así me ufanaba de saber mucho en el mundo de lo comprobable.
Pero la vida, con su infinita ironía, encontró la forma de tenderme un puente. Fue a través de lo que más me quebró: un trastorno bipolar que ya he contado en otras ocasiones. Ese fue el punto de inflexión. Desde ahí, Dios comenzó a acercarse a mí de maneras sutiles, pero profundas.
Me hizo vivir en una casa a menos de 100 metros de una iglesia, donde el sonido de las campanas -antes de que las callara una acción popular- parecía marcar mi día. Puso en mi camino a sacerdotes carismáticos, pastores de almas que, sin imponer nada, me invitaron al ejercicio de la oración.
Dios, supongo, también permitió que enormes desafíos atravesaran mi existencia, no para castigarme, sino para enseñarme a confiar. Nunca me retó ni me puso un imposible. Solo quería que creyera en Él.
Quizá la prueba más constante y difícil de entender desde mi muy limitada visión y entendimiento humano ha venido de un vínculo muy significativo en mi vida. Es un lazo que me reta, que me confronta con mis límites emocionales y espirituales.
A veces, parece una prueba sin fin, una cuesta interminable que exige más de mí de lo que creo tener para dar. Y, sin embargo, esa misma relación me ha acercado más a Dios y yo sin darme cuenta hasta esta
reflexión.
Porque en los momentos de mayor confusión, cuando las fuerzas parecen abandonarme y yo clamo a Él anunciando mi rendición, he encontrado en la oración sensible y real un refugio y una claridad que no vienen de mí.
No sé cómo lo he hecho y, si lo he hecho, es por la fortaleza y templanza (además de paciencia) que Él ha puesto en mí. Eso no es mío. Yo lo sé y lo siento. Mi personalidad tradicional nunca lo hubiera soportado.
Es como si esa relación fuera un espejo que no solo revela mis imperfecciones, sino también la inmensidad de la gracia divina, recordándome que el amor, en su esencia más pura, no es una conquista, sino una entrega. Y aquí llega el desafío humano: entender que esto tiene un sentido más allá de mi propia limitación racional.
Tal vez todos tenemos un lazo que, sin saberlo, actúa como ese espejo; no para desgastarnos, sino para pulirnos.
Para alguien como yo, que se ha identificado siempre con el positivismo –nunca confundir con el mentado optimismo– y la razón, estas experiencias me confrontan con lo que la filosofía de Gabriel Marcel llama misterio: no aquello que se explica, sino aquello que se vive. Es la vida misma, decía el también dramaturgo.
Recuerdo con nitidez la noche del 24 de diciembre pasado. Era la eucaristía de Nochebuena. Sé que habrá quienes no me creerán y lo desestimo desde ya.
Vi el rostro de Jesús, literalmente, en la cara del sacerdote Luis Guillermo García mientras me daba la comunión. Fue un instante breve, que no duraría más de uno o dos segundos. Fue increíble y el shock sigue patente.
Fue sorpresivo, porque estaba mirando hacia el suelo y, cuando levanté la mirada, ahí estaba Él. Fijo. Mirándome. Observándome. Jesús tenía una sonrisa tímida, pero que me inspiró confianza como nada en la vida y me lleva a escribir esta columna.
Sentí que Jesús estaba allí, viéndome a través de él, como si el velo entre lo visible y lo invisible hubiera caído por un momento y toda mi vida sustentada en lo comprobable se hiciera trizas por un momento.
Mi reacción fue primaria. Me conmoví hasta las lágrimas. Cuando volví a casa, se lo conté a un par de amigos. Aún no creo que me haya sucedido. Pero pasó.
A la semana siguiente, mientras escuchaba música antes de dormir, una canción en mi lista de reproducción –aparentemente aleatoria– me habló de manera tan directa que parecía que Jesús mismo me respondía.
Fue un susurro inesperado, un eco que parecía venir de una presencia viva, no de una idea. Nuevamente, quedé atónito.
Ni sé qué decir sobre las lágrimas que me asaltan ahora en misa. No son de tristeza, sino de una alegría tan profunda que me supera.
Es como si, al estar allí, me reconociera parte de algo mucho más grande, como si cada palabra y cada gesto confirmaran que estoy siendo escuchado, que no hablo al vacío cuando oro.
Esta certeza, aunque no se puede medir ni demostrar, es para mí una de las bendiciones más grandes: saber que Jesús está ahí, no como un concepto, sino como una realidad.
La filosofía nos enseña que el misterio no es un problema a resolver, sino una realidad que nos supera y nos invita a contemplar. Marcel hablaba del misterio como aquello en lo que estamos inmersos y que nunca podremos abarcar del todo.
La fe, pienso, opera de manera similar: no como certeza absoluta, sino como un acto de confianza en lo que no podemos explicar del todo, pero sabemos que nos sostiene. Y aquí estoy yo; contando algo, pensando que pocos me pueden comprender.
Desde la psicología, Carl Jung sugirió que los símbolos espirituales nos conectan con lo más profundo de nuestro ser, con aquello que trasciende el yo individual y se encuentra en el colectivo.
Para él, los encuentros con lo divino –sean estos grandes o pequeños, conscientes o inconscientes– son llamados a integrar partes de nosotros que a menudo permanecen ocultas y que se despiertan en momentos precisos de nuestra existencia.
En mi caso, estas revelaciones no llegaron con estruendo. No hubo truenos ni voces celestiales, nada de Apocalipsis ni dramas, sino pequeños gestos: la mirada de Jesús en un momento sagrado, la sensación de plenitud en una parroquia que ya siento como mi casa, el abrazo cálido de alguien que apenas me conocía.
Lo que me conmueve no es tanto lo que entendí en esos momentos, sino lo que sentí: un llamado sutil, un rostro que me dijo sin palabras que confiara, yo, que siempre he tenido problemas con ello y soy desconfiado por naturaleza.
Esto, creo, es el misterio de la fe: llega a cada quien de manera distinta. Algunos lo encuentran en los textos sagrados, otros en la naturaleza, en el arte, en el amor humano.
No importa el vehículo; lo que importa es que, cuando nos alcanza, nos transforma. Y la transformación, como bien sabía Sócrates, siempre es un acto de humildad: reconocer que no lo sabemos todo, que hay algo más grande que nos interpela y nos invita a crecer.
No sé si este relato les hable a ustedes como me ha hablado a mí. Solo sé que compartirlo es parte del camino. Si algo les queda, tal vez sea la certeza de que el misterio –ese que nos nombra, nos envuelve y nos renueva– no es un privilegio de unos pocos.
Es, más bien, un regalo que todos recibimos, aunque no siempre al mismo tiempo ni de la misma forma.
Bien está escrito en el capítulo 11 del Evangelio de Mateo: “Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana”.