Mi hermano cumple hoy 34 años. Él es mayor que yo. Siempre lo he visto así.
Los hermanos son las personas que la vida nos brinda para acompañarnos en nuestro camino y su conexión puede ser más significativa que cualquier otro vínculo o parentesco, pues esperamos que estén con nosotros más tiempo existencial.
Camilo es un hombre bastante noble. Tiene una nobleza que yo nunca podré tener. Lo envidio, generalmente, por su capacidad de confiar en la providencia.
Es de esas noblezas que ya no se ven, quizás aupada por la confianza y un instinto de entender que las cosas siempre podrán salir de manera favorable. A veces pienso que esa nobleza es su forma de resistir al mundo.
Otros lo hacen desde la dureza o la racionalidad extrema, pero Camilo, en su esencia, encuentra la paz en creer que, al final, todo tiene sentido.
Su nombre es compuesto. Juan Camilo. Juan, por mi padre y, Camilo, por un nombre que siempre ha acompañado momentos artísticos sublimes de mi madre. Camilo llegó al mundo y sabe más de mí que yo de él. Es curioso cómo el conocimiento de uno mismo se refleja en la mirada de quienes nos rodean.
Pasamos por el mismo jardín infantil y colegio, estudiamos los pregrados en paralelo en la universidad y nos graduamos en el mismo año. Sin embargo, yo considero que no he sido el mejor hermano para él. Con él, como me sucede con gran parte de la humanidad, siento una frialdad e insensibilidad que me cuestiono con profundidad.
¿Por qué a los seres humanos nos cuesta a veces el contacto humano? Quizás porque implica una desnudez emocional que no todos estamos dispuestos a afrontar. Mostrar vulnerabilidad es exponerse al riesgo de ser herido, rechazado o incomprendido. Apenas estoy progresando en ese arte.
Es un instinto protector que muchos desarrollamos desde niños. Pienso en las palabras del psicólogo Carl Rogers, quien afirmaba que el cambio y el crecimiento ocurren solo cuando nos sentimos aceptados tal como somos, sin condiciones.
Pero, ¿qué sucede cuando ni siquiera somos capaces de aceptar nuestras propias emociones? Vivimos en una burbuja, aislados del dolor, pero también de la riqueza que ofrece el contacto humano.
La teoría del apego, desarrollada por John Bowlby, ofrece una explicación fascinante para estas dinámicas. Los vínculos que formamos en la infancia con nuestras figuras de cuidado definen cómo nos relacionamos en la adultez.
Un apego seguro nos permite confiar en los demás y en nosotros mismos; en cambio, un apego ansioso ambivalente o evitativo puede empujarnos hacia la dependencia extrema o el aislamiento mientras dañamos a otras personas sin siquiera ser conscientes de esto.
Me pregunto, ¿cuánto de mi tendencia a la insularidad emocional tiene raíces en esos primeros años? Y, sobre todo, ¿es posible desaprender estas formas del ser?
Solo hay dos personas en el mundo con las que fluyo completamente en cariños y ternuras. Esto me lleva a cuestionarme con profundidad la capacidad que tenemos de valorar los vínculos cuando sabemos que están dados por la vida.
En ocasiones, envidio a hermanos y hermanas que viven cercanamente, se comparten todo, entre otros. Yo, por lo contrario, suelo ser una persona aislada. No me condeno por eso, pero siento que ya es oportuno dar un timonazo.
El aislamiento, aunque a veces reconfortante, puede ser una trampa. Es fácil confundir la comodidad de estar solo con la plenitud de vivir en paz. No confío en las cosas cómodas. Me generan desconfianza y buscar la comodidad puede ser un abismo disfrazado de paraíso.
Sin embargo, la psicología sugiere que somos seres inherentemente sociales. Decía Rogers, “cuando miro al mundo, soy pesimista; pero cuando miro a las personas, soy optimista”.
Camilo y yo no somos esos hermanos que se hablan todos los días ni que se comparten secretos. Sin embargo, su existencia me ancla al presente y me recuerda que, a pesar de mi aislamiento, hay relaciones que valen la pena cultivar y más cuando por darse por sentadas o por hechas creemos que no debemos trabajar en ellas.
Quizás la mayor prueba de amor hacia un hermano no sea replicar los modelos de cercanía que idealizamos, sino encontrar nuestra propia forma de estar presentes en sus vidas. Porque, al final, cada vínculo es único, y quererlo igual a los demás sería despojarlo de su autenticidad.
Desde la filosofía, Simone Weil me inspira al hablar de la atención como la forma más rara y pura de generosidad. ¿Cuánto tiempo hemos dedicado a atender realmente a las personas que amamos? ¿A escucharlas sin juicio ni prisas? ¿Cultivamos esas relaciones o las tenemos ahí por inercia?
Me pregunto cuánto sé realmente de mi hermano, más allá de lo que las anécdotas familiares han moldeado. ¿Qué sueños lo mueven? ¿Qué le preocupa en sus noches más solitarias? Si alguna vez lo he preguntado, probablemente no he sabido escuchar.
Es cierto que no siempre podemos controlar el nivel de conexión que logramos con los demás. La vida está llena de ruidos externos e internos que nos distraen, que nos separan.
Pero creo que hay un punto donde la elección personal entra en juego: decidir salir de nuestra burbuja. No por obligación o culpa, sino porque nos damos cuenta de que vivir desconectados es vivir a medias, sobre todo, con las personas que hemos dado o tomado por sentadas -solo porque llevan nuestro apellido o sangre-.
Me cuestiono si vivir desde la insularidad emocional, como suelo hacer, es realmente vivir. Al final, todos estamos hechos de lo que damos y recibimos de los demás.
De mi hermano he aprendido la importancia de confiar en que las cosas pueden salir bien, incluso cuando parecen complicadas. Y esa lección, aunque no la diga en voz alta, es un regalo invaluable.
Quizás mi regalo para él, en su cumpleaños, sea más que palabras. Sea una promesa de intentar, a mi manera, estar más presente en su vida y valorar su presencia, también de darme más y servir como un hermano. Una promesa de cuidar ese vínculo que la vida nos dio y que yo, por años, he mantenido en refrigeración.
Tal vez ese sea el verdadero timonazo que necesito dar: aprender a ser vulnerable no solo con los demás que nunca me harían daño, sino también conmigo mismo.
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