Llevo semanas cavilando sobre algo que me provoca vergüenza y la necesidad de disculparme por algo que, aunque aceptado socialmente, no debería serlo. Mea culpa. ¿Cuántas veces he estado presente, pero ausente? Con la mirada fija en el celular, sin notar que, frente a mí, había alguien esperando una conexión auténtica. Vivimos en una sobreestimulación tecnológica, atrapados en un flujo constante de información que nos ha hecho olvidar el arte de estar presentes.

Aún recuerdo cuando mi padre llamaba desde su trabajo a mi madre, acordando encontrarse a cierta hora y lugar. No había más comunicación que el cumplimiento. Las esperas se llenaban leyendo un libro o simplemente observando el entorno. Hoy, esperar significa quemar tiempo mirando una pantalla, en lo que los ingleses llaman dumb-scrolling, navegando sin rumbo por las redes sociales. Byung-Chul Han, en La Sociedad del Cansancio, describe cómo hemos pasado de una sociedad disciplinaria a una del rendimiento, en la que el individuo se autoexplota en busca de estímulos constantes.

El celular es una expresión cotidiana de esa autoexplotación. Nos mantiene ocupados, pero no presentes. Nos disociamos del entorno, atrapados en una falsa idea de conexión que lentamente pone en entredicho la calidad de nuestros vínculos. Este hábito nos ha hecho olvidar lo que Martin Heidegger describía como estar-en-el-mundo: ser conscientes de los otros y del entorno. Pero hoy vivimos en un estado de distracción continua, en el que la presencia física no es igual a la presencia emocional. El celular se ha convertido en una interfaz que simula la interacción humana, pero que en realidad nos aleja de ella. ¿Por qué cuesta tanto desconectar-nos? Por años, me gobernó el deseo de estar al día con las noticias, una obsesión que murió mientras estudiaba mi maestría en periodismo digital, paradójicamente.

También está la necesidad de saber qué hacen los demás, lo que muestran o venden en las vitrinas inmaculadas de las redes sociales. Quiero asumir mi culpa y proponer un cambio, aislarme del aparato que absorbe mi atención. Hace menos de un mes decidí reducir el uso de casi todas las aplicaciones sociales. El domingo pasado, el tiempo que pasé frente al celular se había reducido un 85%. Suena a un logro importante, pero es una victoria pírrica si no viene acompañada de un esfuerzo por contemplar la realidad, vivir en el presente y desconectarse de la hiperconectividad.

Llegué a esta conclusión tras sentirme anulado al estar con alguien que miraba su celular mientras compartíamos tiempo. Lo peor es que yo también he provocado esa incomodidad, siendo parte activa y pasiva de esta guerra silenciosa por la atención y el afecto. Las pantallas a la mano nos han hecho superficiales, incapaces de alcanzar la profundidad de una relación plena. Es doloroso ver cómo nuestras conversaciones íntimas han sido invadidas por la tecnología. Posar el celular en la mesa envía un mensaje claro: “te presto atención hasta que algo más interesante aparezca en mi pantalla”.

El gesto es casi violento, como diría Emmanuel Lévinas, al negar la alteridad del otro y romper el vínculo humano. Hoy necesitamos nuevos modales y protocolos para poder relacionarnos sin recurrir a la pantalla.