Migrar, cambiar de entorno o incluso replantear nuestra identidad nos enfrenta a una de las sensaciones más desconcertantes: la de no pertenecer. No encajar, no hallarse en un lugar, no sentir raíces.
Para muchos, esto puede ser angustiante, pero ¿y si no pertenecer fuera también una forma de entender lo que realmente nos resuena? Es una oportunidad de encontrar la identidad que nos acompasa con los demás y nos hace parte de una comunidad.
He sido migrante un par de veces en mi vida y en dos momentos muy opuestos de mi existencia. También sé lo que es ir de tránsito por un lugar, saber que la proyección a futuro no es propia o puede ser meramente ilusoria… Que los pavimentos por donde camino no me pertenecen, que ignoro su historia pasada y que, quizás, tampoco me importa lo que venga a ellos porque, en últimas, no es mi lugar.
Me sucedía, por ejemplo, hace un par de años caminando por el centro de Londres. Es un sitio que logra su cometido de cautivar y es la adoración de los turistas. Pero una cosa es estar de paso recreativo o de visitante y otra, muy distinta, es enfrentar que la realidad está moldeada por tradiciones ajenas.
Todo se ve con la velocidad en la que caminamos: cuando somos turistas, vamos lento, apreciando, contemplando -quizás- y con la mirada puesta en todas partes, con ánimos de descubrir, detallar y contemplar. Cuando somos moradores de un lugar, perdemos esa perspectiva del turista, tenemos un enfoque que nos impide observar alrededor y nos lleva a prisa a donde queremos llegar.
A veces, migrar es como entrar a una fiesta donde nadie nos conoce. Todos tienen códigos compartidos, gestos que no entendemos. Uno sonríe, conversa, intenta encajar. Pero en el fondo, sabe que su acento lo delata. Que hay algo que siempre será distinto.
Probablemente haya más diferencias en este tipo de situaciones. Migrar no es un acto fácil y no contar con sentido de pertenencia es una sensación de enajenación que a veces nos puede llevar a la angustia o desesperación de buscar nuestro lugar en el mundo.
El filósofo Søren Kierkegaard decía que la angustia -quizás esa angustia- es una oportunidad: es el punto en el que nos damos cuenta de nuestra libertad. No estar atado a un sitio o a una estructura nos permite explorar y elegir, aunque al principio cueste.
Nos obliga a definir qué nos es propio, qué nos genera arraigo y qué, por el contrario, solo es una construcción externa que no nos corresponde.
Pero el sentido de pertenencia no es solo geográfico; también es emocional, social y familiar. Se nos ha enseñado que la pertenencia está ligada a la estabilidad y a la permanencia, pero en realidad, pocas cosas en la vida son inmutables.
Nos enseñaron que la pertenencia es un destino, algo que un día llega y nos envuelve. Pero, ¿y si en realidad es una práctica? Algo que tejemos día a día con gestos, con afectos, con la forma en la que decidimos estar. Pertenecer no es llegar; es hacer que un lugar, una relación o un grupo se vuelvan propios.
Sin embargo, no pertenezco a grandes grupos de amigos. No tengo “barra” del colegio ni de la universidad, en el caso del pregrado. Quizás, sí, del posgrado y del programa de becas británico al que pertenezco, pero, más allá de eso, me ha sido difícil pertenecer a grupos porque no logro acompasarme a sus velocidades y demandas, porque suelo abstraerme y desaparecer por temporadas.
Porque, tal vez, me cuesta la disponibilidad grupal, como no me cuesta la personal con las personas que más amo. Esta sensación de no encajar en lo grupal me ha hecho preguntarme muchas veces si la pertenencia es algo que uno gana o algo que a veces simplemente no se da.
Algunos encuentran en las dinámicas grupales un refugio, un hogar. Se adaptan, fluyen, responden a la velocidad que los otros esperan. A mí, en cambio, me cuesta ese ritmo, y durante mucho tiempo pensé que eso era un problema, una falta.
Desde otra perspectiva, Simone de Beauvoir nos enseña que la identidad no se encuentra de manera pasiva, sino que se construye con cada decisión que tomamos.
Ella sostenía que no encajar es, en cierta forma, un recordatorio de que tenemos el derecho y el poder de elegir en qué queremos participar, qué espacios nos hacen sentir en casa y cuáles preferimos dejar atrás. La pertenencia no siempre es algo que se nos otorga; muchas veces, es algo que se elige y se cultiva.
Pasa porque, en la infancia, la pertenencia es un derecho. De niños, pertenecemos sin esfuerzo: a una casa, a un hogar (aunque no siempre sean lo mismo), a un grupo de amigos en el recreo del colegio.
Pero, al crecer, nos damos cuenta de que la pertenencia se gana, se elige y se negocia. Nos volvemos más selectivos y, a veces, simplemente no encajamos cuando ya el criterio le gana a la necesidad autoimpuesta.
Tal vez, no pertenecer a grandes grupos me ha permitido conectar más profundamente con ciertas personas. No tengo un círculo amplio, pero sí relaciones estrechas en las que el amor, la lealtad, el cariño y la presencia han sido más importantes que la constancia. En lugar de una gran familia elegida, tengo vínculos individuales que sostienen mi sentido de arraigo.
Erich Fromm, a quien he citado varias veces por sus ideas en El arte de amar, hablaba de dos grandes fuerzas que guían a los seres humanos: la necesidad de libertad y la necesidad de arraigo.
A veces creemos que encontrar un lugar fijo o un grupo al cual pertenecer es el único camino hacia la paz interior, pero en realidad, el arraigo no siempre depende de la geografía o del número de personas a nuestro alrededor.
Pero la verdad es que la pertenencia no es estática. A veces, pertenecemos por un tiempo y luego nos vamos. A veces, volvemos a donde nunca creímos que regresaríamos. Pertenecer no es encontrar, es fluir; es ir y volver; es abrazar como si fuera la última vez cada día.
Puede estar en las relaciones que construimos, en los valores que abrazamos o en la certeza de que pertenecemos, sobre todo, a nosotros mismos.
Y si lo pienso bien, tal vez mi pertenencia está más en la intimidad que en lo colectivo. No tengo un grupo, pero sí tengo a mi familia, que no es perfecta, pero me acompaña.
Tengo la certeza de que pertenezco al amor de ciertas personas, aunque no sea en la forma más convencional. Tengo mis espacios de soledad, que también me pertenecen, y que a veces disfruto más que cualquier multitud.
No pertenecer no siempre es perderse; a veces, es ganar claridad. Es descubrir lo que no queremos, lo que no vibra con nosotros, lo que no nos da hogar.
Aceptar que no encajamos nos ayuda a definir lo que sí nos enraíza, nos hace sentir más livianos y menos comprometidos con la obligación de encajar en moldes que no nos representan.
En esa búsqueda, en ese contraste, muchas veces terminamos encontrando la certeza de lo que sí somos.
Pertenecer no es solo estar. Es sentir que el espacio que habitamos, sea físico o emocional, nos recibe de vuelta. Y en ese reconocimiento mutuo, la vida se hace más propia.
Kierkegaard decía que la angustia es el vértigo de la libertad y, quizás, no pertenecer es un reflejo de esa misma libertad -aunque en principio cause pánico o ansiedad-: el derecho a elegir dónde estar, con quién estar y, sobre todo, cómo estar y De Beauvoir nos recordaba que la identidad se construye, que la pertenencia no es un regalo, sino una elección.
Presumo que ahí está la clave: no en obsesionarnos con encajar, sino en comprender que lo más auténtico que podemos hacer es definir por qué y por quién queremos ser parte de algo.
A veces, la pertenencia es moverse; otras veces, es quedarse. Algunas veces, es buscar; otras, es aceptar que no estar en todas partes también es una forma de encontrarnos.
A lo mejor, pertenecer es ser más que estar. Es sentir que el espacio nos reconoce, que nos devuelve la mirada y nos dice: aquí puedes ser tú.
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