Hoy 4.500 millones de seres humanos creemos en un Dios único, así: 2.400 millones cristianos, 2.000 millones musulmanes, 15 millones judíos, más otras religiones menores. Ello fue obra de la persona con mayor influencia en la historia universal, Abraham, así llamado, patriarca judío, el primero que creyó en un dios único. Y el momento -repito, el momento- de mayor trascendencia en la historia universal, fue aquel en el cual la voz de Dios le ordenó salir de su tierra y dirigirse a Canaán a predicar un Dios único (Génesis 12, 1).
Rico y abastado en su inicial estancia en tierras y ganados, con su familia y servidores, obedeció cual “Padre de la fe”. Según San Pablo (Romanos 11, 33) es claro ejemplo de quien confía en su Dios. Rumbo a predicarlo en medio de la profusión de dioses, hace 4.000 años “jinetes van camino de la noche… ¡Oh noche de lejana estrella! Jinetes van con su canción de espuelas… sombras de luna y de jinetes… galopando en el fondo de su entraña”.
En medio del culto generalizado a múltiples, bullentes y acomodaticios dioses, configurados de acuerdo con los requerimientos mundanos, Abraham debió parecer un orate, un excéntrico, un fabulista peligroso que sin más aliento que esa inicial voz, comenzó a predicar el monoteísmo. Pero fue bien escogido, Abraham fuerte, sereno, humano en bondades, generoso de alma, profeta hermanado y humilde, ¡qué ritmos anunciadores desde el más allá ungieron su corazón y lo fortalecieron para emprender la más ardua y trascendental jornada del espíritu! Tuvo que ser así, y así lo vio Borges en su poema “Abraham en la Noche”: “su destino es vasto y secreto,/como la ruta de un dios”.
Ahora tengo ante mí y sobre el escritorio un pequeño ejemplar de la Biblia. Materialmente, letras y papel. Sin embargo, es en esas páginas en las que con más fuerza han vibrado las ansias del espíritu, las que aún hoy nos hacen más humanos a los humanos. Sé que no se ha zanjado la cuestión de si en esto la Biblia es histórica o no, y que no se han encontrado pruebas arqueológicas de la existencia de Abraham. Si sí o si no, es lo mismo. Si fue real, lo acreditamos tal cual. Así, su hijo Isaac, luego su nieto Jacob, y los doce hijos de este dieron origen a las doce tribus de Israel, las que, con altas y bajas, mantuvieron la prédica de Abraham en un Dios único. Esta influencia sí está acreditada por la historiografía.
Al contrario, si Abraham fuere creación de un escritor, ¿por qué ese narrador nos infundió en palabras ese largo sueño?; y a ese, el más esencial personaje imaginado, solo relato, ¿para qué convertirlo en decisivo? Respondo: para crear con poética y profética escritura una narración que cambió los ejes espirituales del mundo. ¿Dios detrás? ¿O alguien del más allá intervino? Entonces vuelvo y me remito a Borges en su poema “El ajedrez”: alfiles, torres, esas piezas no saben que el jugador gobierna su destino, pero… pero “también el jugador es prisionero/ de otro tablero./ Dios mueve al jugador y éste la pieza./ ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?”.