Desde nuestros primeros días se conoce la razón por la cual la mujer tiene el don de la clarividencia y el hombre no. Desde el paraíso terrenal, ella fue quien descubrió la manzana de la sabiduría, y la probó y saboreó, mientras Adán, relajado y lento, dormía su siesta postalmuerzo. (Desde entonces la mujer aventaja al hombre porque las mujeres no duermen siestas).

Hubo un momento -intensidad de la historia, tiembla el futuro del mundo en un latido- en el cual, si se hubiera escuchado la voz de una mujer, no se hubiera dado el golpe de estado bolchevique, no hubiera existido la revolución rusa marxista, tan influyente y coercitiva en el desarrollo del siglo XX, cuyo discurrir hubiera sido muy diferente.

Junio, 1917. Kerenski, jefe del gobierno que había sucedido al depuesto Zar, sufría derrotas en la Primera Guerra Mundial, sin alimentos, rebelión de soldados, debilidad. Y los bolcheviques fortaleciéndose. Pero, un intento de golpe de estado en junio, los había descalificado ante la opinión. Entra aquí Ekaterina Bresco, conocida como “la abuela de la anterior revolución” que antes había derrocado al zar, ella, 22 años en prisión, un ícono para los rusos.

Cuando los de Lenin comenzaron a retomar fuerza, ella visitó a Kerenski, que la respetaba y la había llevado a vivir al Palacio de Invierno. De rodillas le suplicó que aprovechara la mala hora de los bolcheviques, reunidos en congreso, para detenerlos porque, de no hacerlo, se tomarían el poder. Kerenski dudó; ella insistió; de mala gana aquel tomó el teléfono para llamar al ministro del interior; no lo encontró; y la voz de ella se perdió en los laberintos dubitativos de Kerenski… Y Lenin accedió a la dictadura, impuso el comunismo, y se trabajó desde allá la revolución marxista mundial.

Sin ese golpe de estado no hubieran llegado al poder los cinco hombres que llenaron de infamia y muerte el siglo XX. Lenin, Stalin y Mao, en su doctrina. Y en el otro extremo, sin el miedo a la amenaza comunista alimentada desde Rusia, ni Hitler, ni Mussolini hubieran accedido al poder. Sin Hitler no se hubiera dado la Segunda Guerra Mundial. Sin Rusia exportando la revolución, el siglo XX, el siglo por excelencia de las guerrillas, estas no hubieran sido. Sin la guerra fría, la amenaza de destrucción nuclear no hubiera existido. Mucho más parecido, y en fin…

Todo porque alguien no escuchó la súplica de una mujer valiente. Hubiera Kerenski leído a Khalil Gibrán: “la mujer es la brújula del hombre”. Más bien le apostaría a lo que sostenían algunos alemanes guasones: “la mujer es una pequeña embriaguez para el hombre”. En la “Eneida”, las almas salen a mi por una de estas dos puertas: la del cuerno, que corresponde a los sueños proféticos, y la de marfil, a los sueños ilusorios. Kerenski prefirió esta última. Y -pienso en Toynbee- se ubicó como una de las “personalidades abortivas” de la historia.

Jacinto Benavente discurrió: la mujer es superior al hombre en sí misma, pero como compañera es inferior al perro. Debió Kerenski, con sobradas razones, renegar de esta última aseveración; pero, eso sí, aceptar solo su primera parte. Distintos hubiéramos estado.