El revés.
Recibía su clase de historia universal una despejada niña italiana. Le informaban. Julio César -romano y gran compatriota-, conquistó las Galias -Francia- y dejó un millón de muertos al paso marcial de sus legiones. Después, Gengis Kan, mongol (sigloXII) fundador del imperio continuo más grande de la historia, cocinaba vivos -tétrico chef- en calderos hirvientes a los jefes enemigos; de 115 millones de personas a su paso, mató a 35; tantas que hasta el planeta se enfrió con menos CO2. Tamerlán, turco (sigloXIV), después de sus victorias formaba -macabra colección- montañas de calaveras. Más tarde, en la Revolución Francesa -magno acontecimiento-, Robespierre, el hombre del terror, y su compañía, enviaron a la guillotina a más de 40 mil personas, muchas inocentes y otras muy correctas y valiosas.
Con ansiedad preguntó la pequeña: y esa gente tan peligrosa ¿vive todavía? No, le respondieron; murieron hace muchos años. Entonces concluyó: creo que no vale la pena ocuparse de personas tan desagradables como esas.

El derecho.
Jesús, el Cristo, predicó, con suma devoción y entrega, para tratar de corregir lo anterior. Si el “Antiguo Testamento” es épico y guerrero, el “Nuevo” es lírico y pacífico; aquel es de conquista y fuerza, al paso que este es de amor y concordia; el primero tiene pasajes pueblerinos, mientras que “Los Evangelios” son completa y humanamente universales. Jesús es optimista y corrige, en parte, a la “Biblia”. En este Cristo, justo entre los justos, por ejemplo, no cabría “El Libro de Job”. Rectifica Jesús el “Eclesiastés”, aquel pesimista de “vanidad de vanidades y todo es vanidad”. Hay esperanza, Jesús predica.
Nos la irradió, en la mejor página para la esperanza, como lo es “El Sermón de las “Bienaventuranzas”. La sola palabra inicial que salmodia -bienaventurados- lo es; es bálsamo, arrullo, canción de lenitivo para las tribulaciones, no solo por piedad o conmiseración, sino porque allí se nos habla en poesía de la retribución universal, de la justicia, de la divina, la mayor y posterior. Bienaventurados somos por existir; confiemos, continuemos, sonriamos, eso dijo Jesús desde aquella montaña.
Hace unos años copié un poema sobre ese sermón, cuyo autor se me escapó. “Es tarde en Galilea,/ ya aparecen temblorosos los luceros,/mientras Cristo en la cúspide del monte/ brinda al mundo el panal de su evangelio”.
El valor de un personaje se apreciará por sus actos, pero, también, por cómo se ha sentido su muerte. Algunos con respiro y reproche. Ni merecerán los versos de Barba Jacob: “He vivido con alma, con sangre, con nervio, con músculo/ y voy al olvido”, porque sus muertos, tantos, hoy nos estremecen. En cambio, ¡cómo se siente esa muerte en la cruz, la de Jesús, muchos siglos después!
Por eso, tantas y tantos seguimos significando y llevando en nuestros corazones las enseñanzas de los Evangelios. Estos permanecerán, por los tiempos de los tiempos, grabados en tantos corazones con las palabras de aquel pastor peregrino que por la tierra pasó predicando el bien; y lo humano.
Especial Jesús, porque, como lo reconoce Alberto Savinio, “la admiración de los hombres es sobre todo por los grandes jugadores, los grandes bebedores y los grandes matarifes”.