En relación con el olvido, las actitudes del corazón son contradictorias. En las direcciones paradójicas del alma, el olvido puede ser un logro o una pérdida. También, olvidar, “venganza y perdón”, sentenció Borges. Caminamos con nuestros años que tejen la memoria y caminamos con nuestros años que tejen el olvido. Éste, don o detrimento, celebración o elegía, omisión o remembranza, sombras que combaten con otras sombras: quien olvida un amor desgraciado gana, mientras que el amante que se queda solitario con su amor y es olvidado, pierde. Según, vamos a favor o en contra de las olvidanzas.
Olvidos que se mecen al vaivén de una música. Primero, Gabo: “Hay olvidos que claudican al conjuro de una vieja canción”. Antes olvidos benefactores, ahora derrotados por esas nostalgias que yacían durmientes, hoy renacientes suplicios al compás de una remota, casi perdida canción. Al contrario, la música como madre generadora de protectores olvidos. Segundo, Hesíodo, el nostálgico poeta de la antigua Grecia: “La música vierte pequeñas libaciones de olvido en la tristeza”. Pequeñas libaciones de olvido. Si la música anula el ego, si nos sitúa más allá del tiempo, si suspende algunas entidades en nuestro interior, entonces también podrá reconstruir transitorias fronteras de transitorio olvido en la tristeza. Estos dos casos, olvidos que resucitan así olvidos que mueren, ambos al vaivén de sus respectivas hermanas melodías.
Otros lo convocan, inútilmente: “Olvidarla en la tierra no he podido”. Otros, como Antonio Machado (“Yo voy soñando caminos”), lo consiguen, pero les reconcome y desazona el vacío que deja el olvido, lo perdido: “En el corazón tenía/ la espina de una pasión;/logre arrancármela un día:/ya no siento el corazón”. No obstante, podrá beneficiarnos invocar el olvido, manto final para ciertas saudades, padre que con su bruma de lenta suavidad lejana nos otorga su bálsamo contra ciertas hirientes nostalgias.
Por sobre todo este universo cabalga el infatigable tiempo, y sobre él su compañero, su jinete, el también infatigable olvido; fugitivos los dos no reposan sino que galopan logarítmicamente (palabra esta como en la prosa de un matemático y sicólogo); allí, montador y cabalgadura son uno solo. Indestructibles, siempre vencerán a la memoria, porque nuestra esencia y todo lo que nos rodea serán puro olvido. Olvido, camino de soledad, solución hacia la nada, viaje que se quebranta en una eternidad sin despedida ni retorno. Impenitente, un peregrino sin rumbo hacia una noche perpetua, como ese amor que naufragó en el tiempo, herida dormida que se quedó sin fecha y sin morada.
La muerte, el supremo olvido, y, como todo olvido, eco del llanto desesperado de nuestra mortalidad que se nos proyecta como un adiós, como un olvido interminable. Por eso, no habrá manos piadosas para recibirlo y acunarlo, a este inasible fugitivo, más odiado que amado, a ese contradictorio olvido, que en su balance, al final, se impone y se burla de tantas consolaciones.