El judío. Dos mil doscientos años después, sin tener noticias de Sócrates, fue otro, su semejante, pero este un judío y peregrino siempre él, Maggid de nombre, predicador errante y un sensitivo servidor de la conciencia de los hombres, quien con vocación de habla educadora y con levedad de susurro hacia las almas a su paso, escribió en el siglo XVIII el mágico libro “Las Palabras de Maggid de Mezeritch”.

El niño. Consignó Maggid, sin buscarlo, a Sócrates, tres cosas aprenderás del niño: está alegre sin necesidad de acicate, no permanece ocioso ni por un instante y sabe reclamar con energía lo que le hace falta. Sócrates, así retratado, el infante filósofo, el preguntón de curiosidad permanente.

Dios. Sócrates repitió que oía una voz interior, la de un dios que le prevenía de hacer lo correcto. “Se da en mí una voz, manifestación divina”. Aristófanes pone en boca de Esquilo algo que parece definirlo, “es tu deber enseñar, y tú lo sabes… las palabras del buen consejo deben fluir de tu voz”.

La felicidad. Sócrates es el más feliz y el más sonriente de todos los filósofos en la historia. Tuvo el don de esa llamada que le señaló su vocación. Y al seguirla fue feliz.

Sócrates. La trascendencia de la humildad. Un sencillo maestro, en ese siglo V a.C -esplendor de la historia universal que lo fue esa Atenas, en donde brillaron tantos y tan profundos genios- el sabio oráculo de Delfos lo consagró como el más sabio entre tantos sabios. Para saber, dijo con humildad, hay que reconocer que no se sabe; dirigió la reflexión sobre el bien para los hombres y adoptó el consejo délfico de “conócete a ti mismo”, porque, así lo dijeron y así sabrás “cuál es tu posición entre los dioses y el universo”. Algo cósmico, que aproxima nuestros corazones a una muy elevada intuición.

Se ratificó con su muerte. La democracia de Atenas se equivocó al condenar a la pena capital al más justo entre los justos. Valiente soldado en tres batallas defendiendo a su ciudad, sin ejercer mal para con nadie,“erguido, sin cerrar ojo ni doblar rodilla”, ante sus jueces su voz aún resuena: ahora vosotros vais a vivir y yo a morir; solo dios sabrá quién hará mejor negocio. Empuñó la copa mortal con fortaleza y tranquilidad sumas, y como quien cumple elemental deber lentamente bebió el veneno; y lo hizo con la plena confianza en aquello que bellamente, ante el más allá, consignó Eurípides: “Que la mente del muerto va sumergiéndose, inmortal en el inmortal”. Hombre de fuertes y vindicadoras creencias, en “El Fedón” Platón le recoge su fe: “Quien llega purificado al Hades allí habitará en compañía de los dioses”.

Conclusión. Acéptenlo o no ateos y agnósticos, documentado está que Dios nos regala ciertos enviados, para un elevado magisterio y hacer mejores a los hombres. Y aunque todavía hoy mucho nos quede por lograr, tras ellos y animados por sus voces, seguiremos avanzando.