Somos demócratas debido al Ágora o plaza principal en Atenas, el espacio público en donde se sembró y se esparció la semilla de la primigenia democracia. A ese lugar Píndaro lo cantó así: “A la sagrada Atenas, al fragante ombligo de la ciudad; a la celebrada y engalanada Ágora, allí donde cantos os aguardan y también guirnaldas de violetas cortadas en primavera”. En griego Ágora significa lugar de encuentro, equivalente a nuestra actual plaza principal, pero, a diferencia de esta, rebosante allá de dialogantes.
Intento una reivindicación del espacio en relación con el tiempo. Tan unidos, que Aristóteles definió a este último, al tiempo, como “lo que se demora un cuerpo en recorrer un determinado espacio”. La primacía la ha llevado el tiempo, rabioso independiente sumo, misterioso de manejar que envuelve todo lo que en el universo existe. Es un inmaterial inasible en donde se fraguan y desarrollan el pensamiento, la cultura, el progreso, la ciencia, la filosofía, la historia y el desenvolvimiento de las creaciones del espíritu humano. Al espacio, la otra dimensión, se le ha considerado como el acompañante menor. Yendo más allá, mi admirado Alberto Savinio, lo anatematiza así: “La geografía es enemiga de la espiritualidad”.
No siempre es así. Newton lo reivindicó: “ningún ser existe sin que esté relacionado con el espacio”. Este, cuando se comparte, es el mejor medio para que se compaginen y alimenten en su condición espiritual y pensante los seres humanos. Los neurólogos descubrieron las llamadas “neuronas espejo”. Cuando vemos que alguien sufre, nuestro cerebro refleja lo mismo y siente compasión. Espacio que crea solidaridad. Igual en la alegría e igual en los demás estados de ánimo.
Trasladado esto al Ágora de Atenas, fue ella la madre de aquellos incipientes demócratas, porque allí las neuronas espejo de esos ciudadanos, cuando felices dialogaban sobre su ciudad y su política, se reforzaban mutuamente en su talante democrático. Allí se educaron, ellos a ellos mismos en el diálogo político; allí enriquecieron su cultura ciudadana; allí aprendieron a juzgar directamente a sus líderes; allí, empoderados, supieron de la lucha para conseguir el respeto a su dignidad. En fin, allí crearon democracia. Y más aún, allí los ciudadanos se sintieron portadores de su poder, dignificados, responsables directos de la bienandanza de su polis. En el Ágora se organizó, de hecho, la “isonomía”, la igualdad. El demos o pueblo, directo, en Asamblea, legislaba, impartía justicia, y escogía el ejecutivo por sorteo, al cual podía acceder, una vez en la vida cualquier ciudadano. Igualdad total en la suerte. Bellísimo experimento. Desde el Ágora.
Así ocurrió. La historia de la ciudad consigna -entre otros muchos- dos episodios que demuestran que en el Ágora ya se había creado un impulso popular, autónomo y democrático. En 630 a.C. un tal Cilón, aristócrata, incipiente ensayo de tirano él, con unos soldados intentó tomarse el poder en Atenas. El demos -los ciudadanos- se reunió, espontáneo, en el Ágora, y por su propia decisión llamó a Megacles para que lo dirigiera en la restauración de la democracia. Muchos años después, un tal Iságoras, con la complicidad de la aristocracia de Esparta, intentó lo mismo. El pueblo ateniense, sin nadie más y solo con su iniciativa natural, se reunió en el Ágora, lo sitió en la Acrópolis y lo obligó a expatriarse. Si la Grecia antigua fue llamada “la sonrisa de la historia”, esa Ágora con justicia debe señalarse como la primera sonrisa de la democracia. Así, para Jaeger “las grandes realizaciones espirituales e históricas de Atenas no pertenecieron ya a una clase sino al pueblo entero”. Rememoro. Aquella mañana, hace ya muchos años, en un grupo de turistas variopintos ingresamos al Ágora de Atenas por una discreta calle que exhibía a su lado una cafetería actualizada. Territorio de algunos pastizales cortos, con rocas cancinas y desperdigadas; naturaleza mustia, soñolienta, con breves muros circundantes a medio derruir. Yermo paraje, sí, pero la memoria convoca lo que allí aconteció y la grandeza humana que desde allí se desplegó; y así, esa simple materia ya no es transitoria flor de olvido, sino elevado y espiritual elemento, recordatorio, aroma de grandeza para el alma. Ese roquedal evoca las palabras de San Juan Evangelista: “El espíritu sopla donde quiere… el espíritu es quien da la vida… espíritu y vida son”. Y ese paraje se convierte en una tierra sagrada, común y humilde arcilla será, pero bendecida por las muy nobles acciones de unos hombres; los de allí y los de aquellos tiempos.