Diarios, memorias, autobiografías, confesiones, recuerdos, no contribuyó a la respetabilidad de este género literario el cínico diario de Jack ‘El Destripador’.
Este asesino, canónico e impune, mató y tasajeó a cinco prostitutas de Londres entre agosto y noviembre de 1888.
Cien años después se conoció su posible diario, cuya autenticidad se discute, y que se atribuye al desvergonzado James Maybrick, comerciante aledaño al lugar donde se cometieron los crímenes.
Escribe, el insolente, después de su primera víctima, “que la diversión apenas si comienza hoy”; se burla de la policía: yo les impongo las reglas, esos tontos se mueven en círculos; voy por las prostitutas para destriparlas y para eso compraré el mejor cuchillo.
Y como las tasajeaba, se queja: “ayer no tuve tiempo de cortarle las orejas para la policía, gracias”. Escalofriante.
Este género literario, cuando es serio, atrae mucho no obstante estar acompañado de rechifla abstracta. Se lo descalifica. Que no son autobiografías sino autoficción autoindulgente.
Que no son tanto memorias como sí amnesias. Que no son diarios sino narcisistas confidencias al papel. Que no son confesiones sino exorcismos del pecador, que se absuelve actuando como su propio confesor.
A ellos, el peligro de convertir el género en el prototipo de la deshonestidad. O del solo aquello que la vanidad permita.
Se desconfía, sobre todo, cuando quien incurre en ese género es un político. Jacques Amyot, obispo y preceptor de los hijos de Enrique II de Francia, siglo XVI, fino escritor que influyó en Shakespeare y Montaigne, cuando le insinuaron que él era un archivo de tanta historia y que debería escribir sus memorias, respondió: soy leal a mis soberanos y por eso no puedo publicar las cosas que han hecho. Churchill, tan frentero, después de jugar un papel preponderante en el triunfo contra Hitler, cuando le preguntaron a qué se dedicaría, contestó: a que me trate bien la historia; garantizado, porque ya la hice y ahora también voy a escribirla.
Esa sinceridad ayuda a la credibilidad de este tipo de escritura.
Anthony Bourdain, chef de cocina muy famoso de Nueva York, que escribió sus confesiones (muy distintas a las de San Agustín o a las de Rousseau), a su turno se confiesa con franqueza: no fui el mejor en mi ramo, pero sí el mejor para engañar a mis comensales; y fomenta la duda hacia su profesión y colegas, porque invita a desconfiar del chef que se lava las manos y lleva limpias las uñas.
Admiradores alaban a Montaigne aduciendo que sus ensayos son valiosos porque allí profundiza en su interior.
Quedaron dudas y se burlaron de él. Montaigne -sonrió Rousseau- se pinta parecido, aunque siempre de perfil. Anatole France, al escribir su vida, aclara, de manera un tanto gris: jamás he mentido de forma tan verídica.
Alguien aseguró que esa clase de escritores “posee la franqueza de su insinceridad”.
Sean cuales fueren sus motivaciones, por desnudar su alma (a medias, a veces) ante un desconocido gran público, merecen admiración ellos, los peregrinos de su memoria.
Se trata, además, de un arte muy sutil. Ya, desde su íntima y vieja embarcación, emprendieron navegación en búsqueda de sus remotas nostalgias, tratando de recuperar esos suspirantes murmullos de sus vidas. Y ello ante el inminente itinerario hacia su muerte.