El suicidio es un acto de esperanza. Quien procede así lo hace convencido de que después de la muerte existirán dos posibilidades. Una, la nada, y entonces terminará todo padecer; o dos, un estado menos agobiante y difícil.
Será salir de la desesperanza, de un vivir próximo al abismo y con su fascinación, perseguido por cascadas de neblinas, alma lisiada de crepúsculos y pesadillas, sin reposo ni ensueño, sueño sin aurora y sin paz.
“Quizás del otro lado de la muerte se siga erigiendo, solitario y fuerte, en espléndidas o atroces maravillas”.
Matizo la afirmación inicial: el suicidio puede obedecer a muchas otras causas.
Sócrates, ejemplar, condenado a beber la cicuta, ante la instancia de sus influyentes discípulos para que huyera, se negó argumentando que eso iría en contra de lo predicado durante su vida: el respeto a las leyes.
Inclusive Platón, en el “Critón”, refiere que Sócrates creía en la inmortalidad del alma y en el premio en el más allá para los justos. Una nueva aurora, su esperanza, y además suicidio por convicción moral y valentía consecuente.
Al contrario, caso de simple cobardía, fue el suicidio de Nerón. Cuando los soldados, después tantas y tan inmensas tropelías de su parte, lo buscaban para matarlo, trató de degollarse; incapaz, le tuvo que pedir a un esclavo que procediera.
Manuel Peyrou, en “La noche repetida”, conjuga que en el suicidio el delincuente es tanto el asesino cono la víctima. Pienso, en muchos casos, cobarde y valiente al mismo tiempo.
Cobardía, al no ser capaz de afrontar la propia vida; acompañado de valentía, al enfrentar en directo la propia muerte.
Un suicidio muy generoso, por el personaje, sus ejecutorias y motivaciones, fue el de Drímaco (siglo V a.C).
En el “Banquete de los eruditos”, Ateneo de Naucratis (Libros VI-VII), refiere a Ninfodoro de Siracusa, quien en su “Periplo de Asia” describe a Drímaco, esclavo en la isla griega de Quíos, que promovió, por los malos tratos, una rebelión de los esclavos; por años se atrincheró en las montañas; les exigía pagos solo a los terratenientes; estos le pusieron alto precio a su cabeza.
Ya viejo llamó a su discípulo predilecto; le entregó su espada y le pidió: córtame la cabeza y cóbrala; este se negó; Drímaco lo convenció, para que con tales ingresos se reincorporara y les ayudara a los demás rebeldes. Así ocurrió.
Tan justo fue en el gobierno de esos indomables montañeses, que incluso la opinión de esa isla lo llamó “héroe benévolo”. En su tumba, durante años los esclavos ofrecieron en su homenaje sus primicias.
Llevo yo una bien guardada compasión, acompañada de misterioso respeto, ante aquellos combatientes del sufrimiento espiritual y en contra de su propia existencia, y que sabiéndose derrotados, optaron por reconocerlo así y pagar el precio de su condición de vencidos mediante el suicidio, máxima expresión de la libertad humana.
Seguramente Dios -también máxima expresión de la comprensión del universo-, observando estos martirizados, agobiados peregrinos de la tierra, bien los comprenderá y bien los acogerá. Con su inmensa ternura de Padre Universal.