Como la muerte, inevitables las dos en el transcurso de toda vida. Por eso, importante aprender a manejarlas porque presentan ambas una cara positiva y otra negativa. En la victoria, aprender de la “hybris”, espíritu vengador que, según los griegos antiguos, castiga al vencedor con su futura ruina cuando su orgullo lo sitúa más allá de sus humanas posibilidades. Recordar a Esquilo: “la moralización de los procesos de la naturaleza: el año madura, luego se marchita; la vid y el vino alcanzan su plenitud y luego son destruidos; el hombre llega también a su máximo desarrollo, se debilita y muere. Por eso debe ser humilde y no excederse”.
La derrota tiene su defensa desde el punto de vista sicológico. La mejor pedagogía. Una preparación para cambiar el futuro, para que se sepa continuar, porque, en cada fracaso, quien lo ha sufrido es quien decide si su derrota es el final definitivo o solo un simple intermedio en el drama de la vida. No abandonar y como en la ruleta, vuelve y juega. El triunfador eleva su ego y su vanidad, al paso que el derrotado los rebaja; la derrota nos induce a creer que ella conlleva una injusticia y a repararla. Al derrotado lo imaginamos sincero, porque, como escribió La Fontaine, la derrota invoca “algo de inocencia”.
El triunfo es inhibidor de reflexiones, mientras la derrota lo es generadora de estas. Algo muy distinto funciona en el alma del uno y del otro: la victoria deja el alma intacta en su tranquilidad, mientras que la derrota es una herida en el corazón que exige un esfuerzo de autocuración. La victoria ratifica en lo mismo a su usufructuario, mientras que el revés impone cambios; en el futuro el victorioso será previsible mientras que el derrotado no.
La derrota puede ser un viaje al silencio y a la humildad, como invitación a perfeccionarnos, a conocernos a nosotros mismos, para aceptar nuestros errores. Colocados en la necesaria espera para la reconstrucción de lo perdido, nos incitará a cultivar el arte de la paciencia. Joseph Campbell, el gran mitólogo, lo expresó con sencillez: “Hay que saber caer, algo que también podemos aprender”. La derrota tiene pasajes poéticos mientras la victoria es pedregosa y prosa; aquella invoca un dejo de romanticismo, mientras esta última es complaciente y narcisista.
Iván Morris, autor de un digno y raro libro, “La Nobleza del Fracaso”, sobre la cultura japonesa, eleva así a uno de sus biografiados: “El príncipe Yamato Takeru, arquetipo del eterno héroe japonés, solitario y patético…, derrotado…(vivió) en el siglo de las inscripciones enigmáticas”. La derrota puede ser una enigmática inscripción que debemos descifrar.
Marguerite Yourcenar sentenció: “Hay un momento en que la vida de todo hombre será una derrota aceptada”. Me imagino que ese momento podría ser el de la muerte, pero solo para un ateo u otro agnóstico. Stalin, gran ateo, le dijo a Roosevelt: al final, la gran triunfadora es la muerte. Pero, para aquellos que creemos que sí hay una promesa más allá de esta vida, toda vida humana será también después. Seguirá siendo para alcanzar, por nuestras propias acciones el cumplimiento de una señal posterior; señal pequeña, pero exigida desde el universo.