Un hombre tenía dos hijos. El menor le pidió a su padre que le diera la parte de su herencia. El padre se la dio y el hijo se marchó a un país lejano donde derrochó el dinero. Cuando no le quedaba nada, hubo una gran escasez en ese país y empezó a pasar necesidades. Solo pudo conseguir un trabajo cuidando cerdos. Incluso, quería comer el alimento que daba a los cerdos, pero no se lo permitían. Decidió regresar a su casa porque sabía que los empleados de su padre tenían comida en abundancia. Le dijo a su padre: “he pecado contra el Cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Emprendió el camino y cuando el padre lo vio corrió a abrazarlo. Pidió perdón y antes de terminar su discurso, el padre ordenó que trajeran la mejor ropa y pidió que prepararan un banquete para celebrar el regreso de su hijo. ¿Dinero o dignidad? ¿Qué perdió y qué ganó el hijo en su viaje?
Esta es la historia que los católicos conocemos como ‘La Parábola del Hijo Pródigo’ (Lc 15:11-32). No voy a escribir sobre religión, aunque tal vez sí sobre espiritualidad, entendida como la conexión con nosotros mismos. El profesor Otto Scharmer, del Presencing Institute M.I.T., plantea que la transformación que estamos necesitando como humanidad requiere una aproximación sistémica ¿Qué es sistémico? Lo que contribuye a superar tres grandes brechas:
1. Ecológica, desconexión con la naturaleza y el entorno que nos rodea.
2. Social, desconexión con el otro, que se traduce en pobreza, inequidad, guerras; 3. Espiritual, desconexión con nosotros, con nuestra esencia que, como dice El Principito ‘es invisible a los ojos’.
El viaje interior que, en mi opinión, es el más importante de la vida, puede ser producto de una elección personal para ser mejores personas. Sin embargo, muchas veces, al igual que en la parábola del inicio, terminamos al borde del abismo y ‘tenemos que hacerlo’, como sucede ante la muerte de un ser querido, por un problema grave de salud, frente a una crisis económica; momentos en los que nuestro mundo se desmorona y no vemos posibilidades.
Infortunadamente, algunos prefieren seguir como si no pasara nada, en cambio de preguntarse: ¿Para qué necesito vivir esto? ¿Cuál es la lección que me falta?
Aunque cada viaje es distinto, sugiero considerar: 1. Hacer un alto en el camino para identificar dónde estoy y cómo me siento en esta situación. 2. Identificar cuándo empecé a sentir que las cosas no iban por buen camino.
3. Revisar mi historia, lo que he vivido y cómo me lo cuento; como dice Pablo D’ors ‘nuestra sombra no es lo que hemos vivido, es lo que nos decimos de lo que hemos vivido’.
4. Mirar de manera compasiva el pasado, para aceptar y perdonar o perdonarnos, lo que sea que nos esté doliendo.
5. Reconocer lo que hemos aprendido, aún y especialmente, en las situaciones más difíciles y dolorosas.
6. Darnos permiso de sentir cualquier emoción que aparezca; negar o esconder las emociones endurece el corazón y enferma el cuerpo, cuando las reconocemos fluyen.
7. Incluir en nuestra rutina diaria, quietud y movimiento. La quietud es meditación, en silencio, con la mente enfocada en el cuerpo, en la respiración y, opcionalmente, repitiendo una palabra o frase sagrada; el movimiento es ejercicio físico, indispensable para que las emociones se liberen y el cuerpo esté sano.
Este camino requiere una dosis importante de humildad para reconocer que no somos perfectos, que hay cosas que sobrepasan nuestra capacidad y que necesitamos ayuda; un amigo, un profesional de la salud, un guía espiritual, alguien que acompañe este viaje que, aunque a veces duro, siempre vale la pena.