Las luces que danzan en el cielo de Manizales los primeros días de enero, la lluvia que remoja las

expectativas, las notas de una trova improvisada, los gritos eufóricos que celebran una corrida de

toros, y el aroma a café tostado que envuelve las calles, parecen ser el escenario perfecto.

 

Pero hay mundos que permanecen en sombras, ecos de una realidad que la algarabía de la Feria no alcanza a borrar. Hay quienes observan los festejos desde la distancia insalvable de la soledad, el dolor o la desesperanza.

 

Para los enfermos que esperan un milagro médico la música se mezcla con los pitidos de una máquina que mantiene el hilo frágil de sus vidas.

 

Están los que permanecen postrados en una cama de hospital, mirando con ojos vacíos el techo, mientras afuera, las comparsas avanzan como un torrente humano. Su mundo está hecho de la espera interminable. Una cirugía pendiente, una medicina que no llega, un diagnóstico suspendido entre el miedo y la fe.

 

Para quienes están en duelo, los juegos mecánicos giran con la frialdad de un engranaje cruel. En cada risa que brota en el parque, en cada brindis hecho con aguardiente, ellos encuentran una estocada más.

 

La silla vacía en la mesa familiar, el silencio pesado de una casa que alguna vez rebosó de alegría, todo parece conspirar para alejarlos del estrépito jubiloso de la Feria. A veces caminan por las calles principales, intentando encontrar refugio en el bullicio, pero pronto recuerdan que no pertenecen a ese paisaje.

 

Para quienes cargan la sentencia de una enfermedad incurable, los fuegos artificiales que surcan el cielo son un recordatorio de lo efímero. Estas personas caminan entre nosotros, con el peso invisible de una despedida anticipada, mientras todo a su alrededor parece gritar vida.

 

Van con sus sonrisas estoicas, intentando participar en las festividades como si el tiempo fuera infinito, aunque en su corazón saben que hay un reloj que se agota.

 

Para los cuidadores, quienes sacrifican sus sueños y necesidades, la Feria es un espejismo. Personas que trabajan jornadas interminables para asegurar un techo para los suyos. Enfermeras, voluntarios y trabajadoras de la salud sienten el doble peso del deber.

 

Para quienes llevan cadenas invisibles de ansiedad o depresión, el bullicio es un recordatorio cruel de todo lo que no pueden sentir.

 

Mientras el mundo se desliza por los carruseles de la alegría, ellos permanecen atrapados en su mente, luchando contra demonios que no tienen rostro. La Feria, con su inmensa algarabía, subraya su aislamiento.

 

Por último, para los animales que sufren en el nombre de la tradición, la Feria se convierte en un lamento silenciado. Los toros que no tienen por qué morir, y las bestias que jalan carrozas bajo el peso de la ignorancia humana, son testigos de un festejo que no los incluye.

 

La Feria de Manizales es un espectáculo de vida, un hito cultural que enciende corazones. Pero no es para todos. Mientras algunos celebran, otros se refugian en el margen de un evento que nunca será suyo.

 

Recordarles no es apagar la luz de la alegría; es encender otra llama: la de la empatía.

Que los fuegos artificiales iluminen también el alma de quienes habitan el lado más oscuro del festejo.