Graciela Maturo poeta argentina

Fotos | Cortesía Carlos-Enrique Ruíz | Papel Salmón | Graciela Maturo poeta argentina

Carlos-Enrique Ruiz* | Papel Salmón

 

Se trata de un poema (Madrid-Buenos Aires, 1997) que congrega sensaciones de nostalgia, de dolor, de apego a los entornos naturales en especial del mar, los árboles, los pájaros. Es una especie de resumen de vida en los ajetreos propios de una personalidad formada en las letras y en la filosofía, no ajena a las venturas y desventuras debidas a la condición humana. 

Establece por ejemplo parangón entre el ocaso y la muerte, refiere el misterio de la luz que los pájaros saludan al despuntar del día. En el caminar propio cada comienzo de la jornada pareciera que los pájaros cantores ayudaran al surgimiento y avance del Sol. Y concibe la luz en su trayectoria entre la oscuridad del universo.

No deja de avistar la ciudad como una especie de fiesta, en medio de un océano de belleza, con el regocijo propio de la claridad en los ojos. Cada amanecer lo aprecia como inesperado, a la manera de irrupción de otro o un nuevo tiempo. 

Concibe el desgaste de los cuerpos en el transcurrir del tiempo, hasta llegar en figura metafórica al centro encendido de una rosa, especie de símbolo del arribo al fin de la vida en un momento de esplendor. Pero no deja de entender que se tiene un cuerpo trágico, a pesar del gozo y de las alegrías.

Sus insomnios los recuenta en las noches en vela, con cansancio de amor, pero con los libros en proximidad infaltable. De esa manera llega al despertar del día como a un templo desconocido.

Pasan a veces los días sin el arribo de una palabra, es el silencio, el cansancio, o el abandono. Y la tristeza irrumpe como si se tratase de herramientas de plomo, con la dureza y la frialdad que en esas inesperadas ocasiones tratan de imponerse a la vida. Lo frecuente es el silencio de las tardes, con afloramiento de inquietudes por la razón de ser o el sentido de la vida.

En medio de todo, el amor surge con hilos de convergencia, algo así como una luz que se filtra por alguna rendija, sin despejar del todo la negación del tiempo que de pronto irrumpe como un frío sobrecogedor en el espíritu. 

Se aprecia también el alba en un panorama de misterio, en tanto circula el aire de los bosques con el fresco olor a madera, cuando el mismo rocío confunde los cabellos con los tréboles. Se va desdibujando la ciudad con asomo de multitudes, donde los rostros se confunden unos con otros, perdido cualquier centro de atracción, con esquinas distraídas, y resulta la imagen del no ser.

El tiempo es motivo constante del poema, que reaparece una y otra vez, incluso con la imagen de la serpiente, especie de símbolo de reptante sensación de abismo, con lucha continua entre la vida y la muerte. Recuerda los cantos en la noche del ruiseñor y la alondra, con el desapego de los amantes en la madrugada, pero con sentido de esperanza desprendido del encuentro de aquellas dos avecillas.

La autora acude a recordar las sorpresas de unos niños en los parques ante estatuas ajenas de expresión alguna, lo que le lleva a rememorar la muerte en un bello reino. Hay constancia en acudir a la muerte no como deseo, sino como una constante preocupación que circunda cada paso de la vida. 

Está el recordar la infancia propia al transitar por lugares poblados de abedules, jacarandás, jacintos, lilas, en medio de músicas propias del despertar del día, las de los trinos y diálogos de aves en la ciudad de la memoria, con todo aquello vuelto silencio.

Vuelve la sensación variopinta del despertar del día, con aire de danza, entre flores y yerbas verde azules, en la inocente condición de infancia, sujeta a la risa al pisar los tréboles húmedos. Regresa la autora al presente de su vida, estimada como un viaje entre las estrellas en busca del origen, en espacios del sueño.

 

Sobre la obra

Analistas de la obra de la autora en cuestión ponderan la calidad en las formas innovadoras y en la creatividad de expresión. Así, por ejemplo, se ha referido Eduardo A. Azcuy: “La poesía de Graciela Maturo nace de un espontáneo reclamo interior, es un canto de alto contenido emocional, la visión de un poeta de majestad consciente y perspectiva cósmica, que al impulso de intransferibles intuiciones transita la imprecisa frontera que separa al mundo formal de la imagen real del universo que se oculta tras un velo [...] Su proceso dialéctico se ordena en un itinerario ascendente: soledad, revelación, intuición de lo absoluto...”

El árbol es un asomo frecuente en el poema, en expresión de belleza estimulante, con un vislumbrar de rostro escondido en el follaje. Quizá es el amor que la circunda, con sus ires y venires, en una geometría dispersa y convergente, sumida en cantos que le llegan al alma, sin asomo de origen y destino. Maneras de simbolizar el transcurrir de la propia vida entre alegrías y tristezas, con momentos de consuelo.

Esa infancia en la memoria le hace saborear la ternura que contrarreste la oscuridad de lo insensato en la atmósfera cotidiana, con la esperanza de inventar un aire favorable a la concordia y a la esperanza. La música ronda en los versos, bajo el deseo de instaurar la felicidad, en oposición a los momentos grises y oscuros, en contraste con la imagen de un río de oro en un tiempo desolado y desértico. Otra búsqueda es la certeza, con lo transitorio de figuras en la palma de la mano, especie de recurso adivinatorio.

Las imágenes

Persisten en el poema imágenes del viento, el tiempo, el silencio, la tristeza, la desolación, con madrugadas de incertidumbre y suposiciones de contrariedades. Atisbo de lo inesperado en dificultades de la vida. La esperanza le resulta un llamado en ocasiones, cuando hay reposo en el corazón y humedecimiento de azucenas en la frente. Son momentos en los que el arcoíris se forma de plumas y la belleza es motivo de ser apreciada, ocasión de placer.

Vuelve la sensación de dureza en el poema con soporte en el viento y manifestaciones de nostalgia y quebranto, con mirada a un árbol lejano, inmerso en un jardín de hielo. Cobra la imagen de ser alzada en brazos en un momento de acogida solemne, en un país de geografía desconocida. 

Especie de despiste entre las paradojas del vivir y del morir, con trajín espacial desprendido de la gravidez, en un peregrinaje por los cielos abiertos e infinitos. El amor resurge con la palabra que el otro habita, en un mediodía de luz, de espacio despejado y de resplandores evanescentes de ternura. Moran los rayos y las aguas nutritivas, en un renacer mediado por lo sombrío.

Hay luces y flores que en el crepúsculo parecen sangrar. Es la avalancha de naufragios y de muertes que de nuevo la intimida, aunque se sienta a habitar en lo más alto del aire. A pesar de todo, reconoce lo permanente del amor en su historia, con aire que susurra en palabras, ojos de fulgor en el recuerdo y notas de un violín lejano. Pero de pronto un trueno en el crepúsculo hace patente la posibilidad de los desastres. Hay pesimismo, acentuado por lo incierto del futuro en el ser, en el estar y en lo inquietante del momento presente, con respuesta grandilocuente en forma de abismo.

Hay llanto por lo no alcanzado de felicidad con el otro o lo otro. Le queda refugio en el viento, para atenuar lo sombrío de la soledad. El viento trae mensajes cargados de pasión en la memoria, especie de diálogo sobrecogido por el poder del silencio. Hay un suceder de sensaciones y sentimientos, con reflejo de angustia en el árbol, como si se tratara de un espejo, para arribar al deseo de besar el infinito, en compasión y estado de profunda meditación.

De improviso resulta un huésped que puede concordar con el ser amado, representado en instrumento musical, arpa o piano, dispuesto a intensa pulsación, en expresión del sufrimiento. Los campos de amapola vuelven a estar presentes, y el mar de consuelo con vientos agitados que estremecen la arboleda. Surge una sed, un deseo de incursionar en nuevas circunstancias, pero es la muerte la que tira, con divagaciones en los sueños. La escena rememora un amor ido que disfrutó con pasión voluptuosa y felicidad, dejándola deshabitada, sumida en recuerdo con divagaciones estériles de la memoria.

 

Otro análisis

Carlos Mastronardi, otro analista de la obra de Graciela, se refiere a su poesía en los siguientes términos: “... Como si quisiera indagar los ocultos dones que se identifican con su esencia última, sale en busca de esos continentes perdidos donde sospecha que habrá de verse plenamente y donde está su verdadero ser.”

Y la Navegación sigue. Las flores son amparo en la reflexión poética de la autora, incluso cuando hay referencias del divagar por ciudades, distraída en el encanto de los tulipanes, con tenue lluvia que le acaricia la frente, en un estar ahí, de cara a las situaciones cambiantes. En ese estar recuerda en su niñez al padre que la lleva a pasear por jardines de Buenos Aires, con la ambición de convocarlo ahora para caminar de nuevo juntos, sin preocupación por el destino.

En las estancias finales del poema, se aviva la rememoración, con invocaciones a la belleza, a la música, a la penumbra, a los jazmines, al caminar sintiendo que cada paso es como un amanecer para sentirse encadenada a la espera de un rocío de eternidad. Algo así como la despedida. 

Ese recrudecimiento de recuerdos con sentimientos de nostalgia lo ejerce en una batalla de palabras que tienen como destino el rostro del amado, fijo en la memoria, con el deseo de disponer de una morada donde la música sea el centro y el motivo, habitada por mariposas blancas

 

*Escritor.

 


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