El 1 de julio de 2004 viajé con mi amiga Olga Lucía Pérez de Bogotá a Manizales. No sé qué disculpa saqué en la oficina para salir un jueves a media mañana, pero sí recuerdo que paramos poco en la carretera porque veníamos de afán: había que llegar para la final de la Copa Libertadores entre el Once Caldas y el Boca Juniors de Argentina.
Hasta yo que no soy hincha me contagié de la emoción, así como hace poco con la final entre Bucaramanga y Santa Fe. David contra Goliat, Palestina contra Israel, Argentina contra Inglaterra luego de la Guerra de las Malvinas. La cancha de fútbol es el lugar en el que el proletariado (pongámonos marxistas) se sacude de la opresión durante 90 minutos. Que un jugador como Falcao gane en un solo día lo que un hincha de salario mínimo recibe en un año no le resta ni un ápice a la emoción de gritar ¡gooooooool!
Vimos el partido en familia y desde la casa oímos los gritos del Palogrande, la pólvora, las vuvuzelas y la algarabía de las graderías. La fe estaba puesta en el arquero Juan Carlos Henao, en Arnulfo Valentierra, Sergio Galván, Elkin “El Sultán” Soto, el jovencísimo Dayro Moreno y en Jhon Viáfara, quien marcó un golazo a 25 metros de distancia cuando el partido llevaba apenas siete minutos. Fue un golazo, no sólo por lo que significó (cualquier gol que represente una Copa Libertadores es un golazo), sino porque fue un disparo inatajable que sorprendió hasta a los narradores, que estaban hablando de otra cosa cuando el balón entró veloz. Si no recuerdan ese gol sugiero suspender esta lectura y buscar ese momento de dicha en Youtube.
La fiesta duró hasta el minuto siete del segundo tiempo cuando Boca empató y nos puso a penar, que es como suele ser el fútbol: un júbilo que se alcanza padeciendo. Alegría marinada en sufrimiento. Ver un partido consiste en vociferar contra el árbitro, el narrador, el técnico, los jugadores y consultar el reloj con ansiedad hasta que llega el gol que restablece el equilibro cósmico.
Como el marcador quedó 1-1 fue necesario ir a penaltis, esa forma de ralentizar la agonía para que la mente alcance a imaginar los escenarios más fatídicos y todo duela más y peor. Las cámaras mostraban al profesor Luis Fernando Montoya, un técnico tan querido como Néstor Pékerman, lo cual es mucho decir. ¿Qué posibilidades hay de errar un penalti? El fútbol se ríe de la estadística: Boca falló todos y por el Once sólo entraron los de Soto y Jorge Agudelo. Cuando Henao atajó el tiro final de Cángele el estadio estalló y una montaña de jugadores sepultó al arquero para celebrar lo imposible: Once Caldas, campeón de la Copa Libertadores de América.
Los argentinos ni siquiera salieron a recibir el reconocimiento como subcampeones. “No sabía que el segundo recibía medallas”, dijo su técnico, Carlos Bianchi.
La Avenida Santander se volvió un río de pitos, camisetas blancas y harina. La bulla duró hasta el amanecer y recuerdo una imagen de la mañana siguiente: dos muchachos envueltos en la bandera del Once, sentados sobre un puente de la Avenida Paralela en Ondas del Otún, cantando borrachos, roncos y abrazados: “Once Caldas, mi equipo del alma”.
Esos hinchas, si sobrevivieron a la resaca, hoy rondan los 40 años. Ha pasado media vida desde entonces: al profesor Montoya le dispararon en diciembre de ese año y le afectaron la médula espinal; el Once fue campeón del torneo colombiano en 2009 y 2010 pero no volvió a ganar la Libertadores, el arquero Henao se convirtió en candidato político, a Viáfara lo extraditaron en 2020 por narcotráfico y Dayro Moreno, con 38 años, es hoy la figura del Once y el máximo goleador del fútbol colombiano. Le quitó el récord a Galván.
Cada semestre llevo a mis estudiantes a la hemeroteca del Banco de la República para que conozcan archivos de prensa antigua. Siempre hay alguno que hurga las páginas de ese julio de 2004: son hinchas de un equipo cuya mayor gloria ocurrió antes de que ellos nacieran. Su afición se nutre de esa nostalgia. Sueñan con vivir lo que ya pasó hace 20 años.