En un mundo en el que cada vez es más difícil concentrarnos en el ser, donde recibimos constantemente un bombardeo de información, la mayoría de veces, que podría catalogarse de literal basura, aislarse para encontrarse con uno mismo es todo un reto.
Ni se diga nuestros hijos, ellos nacieron y han crecido con la influencia de las redes sociales, con cientos o miles de Tik Tok que los embelesan como si fueran dulces y de hecho lo son; son dulces para el cerebro, que les generan una gratificación instantánea, que les activan sus centros de placer como si fueran una droga, y cada vez quieren y necesitan más y más. Afortunadamente hay antídotos para esta dependencia que están generando: ponerlos en contacto con la naturaleza, ojalá en lugares donde no entre la señal de internet, para que aprecien otras cosas, respiren aire puro y se den cuenta de que pueden sobrevivir sin celular por unos cuantos días. Pero hay otro antídoto mucho más potente y profundo; los ejercicios o retiros espirituales.
Afortunadamente mi hija estudia en un colegio que se preocupa por su desarrollo integral y por lo menos una vez al año propone una actividad que la invita a ponerse en contacto con ella misma, con los más recónditos recuerdos de su infancia, con sus miedos y sus inseguridades, también con sus dolores más profundos. Un espacio que la invita a crecer, a plantearse metas de vida, pero no son metas que van hacia afuera, sino que le proponen mejorar como ser humano, siguiendo el lema Ignaciano “Ser más para servir mejor”. Son unos ejercicios espirituales profundos, bien pensados y dirigidos por personas que dedican su vida a guiar a otros y a educar. Como decía mi mamá: “Enseñar puede cualquiera, educar el que sea un evangelio vivo”. Por esto los padres y madres de familia nos debemos esmerar por ser el mejor ejemplo para nuestros hijos, porque lo que hacemos nosotros se convierte en el modelo más importante para ellos.
Ojalá todos los seres humanos buscáramos espacios de crecimiento personal, no sólo intelectual o económico, espacios que nos ayuden a ser mejores personas para actuar en una sociedad y en un mundo que necesita con urgencia que lo cuidemos, que nos apoyemos entre todos, para que la raza humana tenga un futuro prometedor y no un futuro de devastación y exterminio, tal vez causado por nosotros mismos.
Gracias al Colegio San Luis Gonzaga por crear espacios para que mi hija crezca y mejore cada vez más. Desde que murió mi esposo, hace ya 12 años, el colegio ha sido el principal apoyo que he tenido en la educación de mi hija. Dios bendiga al Padre Aurelio; al Padre Marcos; al Padre Mario; a Germán, el director de pastoral, y a todos los docentes que con su formación Ignaciana permiten que nuestros hijos se formen para ser buenos seres humanos, que seguro le harán un gran aporte a una sociedad que tanto los necesita.