Colombia enfrenta una crisis estructural en términos de inseguridad alimentaria, especialmente en territorios afectados por el conflicto armado.
Niños, adolescentes y jóvenes en regiones como Catatumbo, la Amazonia colombiana, Cauca, bajo Cauca, Chocó y Arauca sufren no solo las consecuencias de la violencia ejercida por actores armados ilegales, sino también la incapacidad del Estado para garantizar su acceso a alimentos básicos.
Esta situación compromete su desarrollo integral, de bienestar y su futuro.
A pesar de la existencia de diversas políticas públicas orientadas a garantizar la seguridad alimentaria, su implementación es deficiente y fragmentada, sin abordar las causas estructurales de la crisis.
Además, un ordenamiento territorial insostenible ha favorecido la expansión de economías ilícitas, como la minería ilegal y los cultivos de uso ilícito, en detrimento de la producción agrícola local.
La ausencia de una política integral y sostenida deja a estas comunidades en una situación de vulnerabilidad extrema.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA, 2019) advierte que el hambre en zonas de conflicto no es solo una consecuencia colateral de la violencia, sino una herramienta de control utilizada por grupos armados.
En regiones como Catatumbo y Chocó, el pago de extorsiones es una condición impuesta para el transporte de alimentos, lo que encarece los productos básicos y reduce su disponibilidad en los hogares más vulnerables.
En Arauca y Cauca el desplazamiento forzado ha provocado la pérdida de tierras cultivables, obligando a las comunidades a sustituir cultivos tradicionales por coca, lo que impide su autosuficiencia alimentaria.
Según el DANE (2018), en Colombia hay 10,8 millones de niños y 12,5 millones de adolescentes y jóvenes, muchos de los cuales habitan en zonas de alta vulnerabilidad. Organismos de salud y derechos humanos han revelado cifras alarmantes: uno de cada nueve niños menores de cinco años sufre desnutrición crónica.
El 24% de los escolares entre 5 y 12 años presentan malnutrición por exceso (sobrepeso u obesidad), mientras que uno de cada diez adolescentes sufre desnutrición, y en los departamentos de Chocó y Guaviare la desnutrición infantil supera el promedio nacional.
El debate sobre la persistente inseguridad alimentaria en zonas rurales y de conflicto armado en Colombia ha cobrado especial relevancia en los últimos años.
Señala el PMA (2021), que el hambre en estos territorios no solo es consecuencia de la pobreza estructural, sino que también ha sido utilizada como una estrategia de control de los grupos armados.
La falta de acceso a alimentos, la expropiación de tierras cultivables y la presión sobre las comunidades campesinas han exacerbado esta crisis.
En este contexto, se podría argumentar que Colombia debe fortalecer su producción interna de alimentos básicos para reducir la vulnerabilidad de las regiones más afectadas por el conflicto y la crisis climática (Mejía Triana, 2017).
De acuerdo con el DANE (2023), más del 50% de los alimentos consumidos en el país son importados, lo que representa un riesgo ante crisis globales, como lo evidenció la pandemia de Covid-19 o la guerra en Ucrania, que impactaron los costos y la disponibilidad de ciertos productos.
Por otra parte, la agricultura nacional enfrenta desafíos estructurales, como la falta de infraestructura adecuada, la competencia desleal con productos importados y la expansión de economías ilícitas, que han limitado la capacidad productiva del país.
En este sentido, el comercio internacional se configura como un componente esencial dentro de una estrategia integral de seguridad alimentaria, que debe complementarse con el fortalecimiento del sector agropecuario nacional para garantizar un acceso estable y sostenible a los alimentos.