La columna anterior empezó con una anécdota basada en hechos reales. La traigo de nuevo a cuento para reflexionar sobre las metas abarcadoras de los aprendizajes y, al mismo tiempo, la prioridad misional de los maestros de incluir a todos los niños en la posibilidad de aprender. “Rector, buenos días. Buenos días, profe. Estoy feliz. ¿Qué pasó, profe Ana? Rector, todos mis niños ya están leyendo. Bueno, excepto Juanita, que está un poco quedadita. Pero ya elaboré un plan de trabajo especial tanto para la escuela como para la casa. La mamá está muy dispuesta a colaborar y estoy segura de que también la vamos a sacar adelante.

“La satisfacción de la profe Ana es la expresión de muchos profes de los primeros años de vida escolar. Con sincero asombro, expresa la alegría de ver a sus niños lograr aprendizajes significativos: escribir sus primeras letras, pronunciar sus primeras frases… Pero también muestra la preocupación por aquellos que no han logrado esos aprendizajes y las acciones pedagógicas que han diseñado para permitirles, como a Juanita, el derecho de aprender”.

Quiero aprovechar la historia, esta vez para llamar la atención y provocar la reflexión desde otro punto de vista. Para ello, planteo algunas cuestiones que abren la conversación: ¿en qué momento de la escuela se pierde la emoción y el asombro de los profes por el aprendizaje de los niños?, ¿qué diferencia existe entre la profe Ana que se emociona cuando todos sus niños ya leen, y el profe Emilio, quien permanece indolente y flemático por lo que suceda con sus estudiantes y sus rígidas lecciones en el cálculo diferencial?, ¿por qué en los primeros años la evaluación es un momento de encuentro fraternal entre el niño y su profe mientras que en años posteriores de la escuela se convierte en escenario de discordia?

La verdad, son inquietudes que me surgen al ser testigo de la cotidianidad de la escuela. Pero no tengo la respuesta. Solo me acompaña un gran interés por hallar las causas de ese fenómeno que no encuentro para nada justificado. La emoción por el logro alcanzado debe ser igual para el maestro, facilitador o mediador de ese gran acontecimiento, pero también para los estudiantes independientemente de su edad.

Reconozco que las condiciones de acompañamiento de los padres cambian sustancialmente con el tiempo, y es un contrasentido que disminuyan su apoyo, justo cuando sus hijos más lo necesitan. Durante la adolescencia, un joven requiere más asistencia que un párvulo, debido a que los riesgos que enfrenta son mayores. Sin embargo, es importante destacar que el aprendizaje de los niños es posible incluso sin la constante presencia de los padres. Si esta fuera una condición necesaria para dicho aprendizaje, podríamos llegar a la conclusión equivocada de que los profes enseñan no para que los niños aprendan, sino más bien para satisfacer el interés de los padres. Esto nos llevaría a una confusión misional de condiciones desproporcionadas que distorsiona el verdadero propósito de la educación escolar.

Como podrán darse cuenta, no hay respuestas absolutas ni concluyentes a los interrogantes planteados. Mucho me gustaría, profe, que usted mismo con sus colegas motivaran esta reflexión. Cómo me encantaría, compañero directivo docente, que usted mismo fuera quien liderara esta conversación con sus profes en la escuela. Pero no menos importante es que los padres de familia y los propios estudiantes indaguen sobre sus propias pasiones en la aventura de aprender.