El ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, vino a probar el elixir en la liofilizadora Buencafé de Chinchiná, al lado del barrio La Ceiba, donde varias veces he pasado agradables vacaciones aspirando el aroma cafetero. Está sobre la vía que conduce rumbo a Palestina, en un lugar ecológico preservado hasta hace poco como uno de los más exóticos, bellos, tranquilos y naturales, edén perfecto para niños, artistas y jubilados.
En medio del paradisíaco entorno que ya comienza a ser perturbado por la construcción de grandes complejos habitacionales y edificios de horrendo concreto, en previsión del ilusorio aeropuerto ficticio de Palestina, lo que borra y destruye la naturaleza y su paisaje, esa zona fue durante mucho tiempo una especie de paraíso solo perturbada por las fuertes emisiones y exhalaciones de las torrificadoras que daban al ámbito una atmósfera a la vez futurista y ancestral.
Estar en el viejo paisaje cafetero de nuestros ancestros y a la vez en el escenario futurista de Buencafé, custodiado eso sí por feroces perros amarrados a cadenas y fuertes medidas de seguridad que controlaban el paso de moscas, abejas, lombrices, gatos y humanos, era como estar al interior de una película de ciencia ficción. Las muchas jornadas que he pasado ahí me han fascinado por ese sincretismo industrial y agrario, metálico y vegetal. No creo que el veterano ministro bogotano Bonilla, nacido en 1949 y graduado en la Universidad Nacional, haya tenido tiempo para percibir esas profundas sensaciones greco-quimbayo-cafeteras, porque se le veía en las fotos acalorado, en un espacio extraño, nada que ver con la actitud de su amigo el presidente Gustavo Petro cuando vino en campaña a Anserma a recoger café como cualquier campesino de ruana y sombrero. El ministro, que maneja la plata y la desembolsa, dijo a quienes aún creen en Aerocafé o tienen intereses en él, que se olviden de la quimera y vayan a tomar avión al Matecaña, lo que fue recibido por algunos como una ducha de agua fría y un golpe a su orgullo en el marco de la vieja rivalidad caciquil entre Manizales y Pereira.
Ese aeropuerto por desgracia resultó ser un elefante blanco, devorador de millonarias sumas desde hace décadas. Se ha perdido dinero, dañado la naturaleza y arriba el filo de esa bella montaña de Palestina con vista inigualable al paisaje cafetero es ahora solo un desolado terreno destruido de donde han huído pájaros, reptiles y mamíferos y la empresa española encargada de tumbar árboles y tajar la montaña.
Ya que se aleja la posibilidad de la obra, que en otra época adoradora del cemento a toda costa como muestra de progreso pudo ser viable, cuando a nadie le importaba la ecología, la destrucción de los bosques o el calentamiento climático, habría que crear allí mejor un centro ecológico y científico internacional controlado por la Universidad de Caldas, que se encargue además de repoblar de árboles y naturaleza aquellos bellos parajes para que regresen aves, insectos, reptiles y mamíferos a un magnífico Jardín Botánico como el del naturalista francés Buffon, algo soñado también por Humboldt, José Celestino Mutis y el Sabio Caldas.
Esa zona siempre fue bella y ojalá en el futuro no la devore el cemento o el cáncer de una nueva metrópoli, la futura Bogotá pereirana. Esos territorios los conozco desde siempre. Muy temprano, cuando terminaba el bachillerato y me iniciaba en el francés en la Alianza Francesa, acompañé a periodistas o expertos europeos que visitaban Cenicafé, lugar donde se estudiaba el producto y se concentraba la actividad de esa nueva industria, y después recorríamos esos bellos paisajes. Pero desde antes, Chinchiná fue sitio familiar que nutrió mi infancia, pues vivía allí mi tía Amanda y pasé cada año meses de vacaciones felices con mis primos Londoño García, que siempre han sido para mi como hermanos. Toda esa zona la recorríamos a pie, vadeando riachuelos, quebradas, observando en la noche los fuegos fatuos de las tumbas quimbayas, presenciando la llegada de aves extraordinarias, escuchando el canto de pájaros, grillos y chicharras, viendo el paso de las libélulas de día o cocuyos de noche. ¿Desde entonces cuántas especies habrán desaparecido y a futuro cuantas más desparecerán de continuar el avance del cemento?
En el siglo XXI la ecología y la lucha por conservar el medio ambiente se han convertido en prioridades de los gobiernos del mundo que se reúnen cada año en las COP para planear medidas en ese sentido y en eso están involucrados los grandes líderes mundiales y los países emergentes preocupados por los desastres que la destrucción de la naturaleza puede acarrear a la humanidad.
En el siglo XX el progreso se medía en bosques derruidos, surgimiento de grandes metrópolis horribles de cemento y en la construcción acelerada de autopistas y avenidas para el dios automóvil. La contaminación ambiental era un celebrado triunfo del progreso. Todo eso ha cambiado. Ahora el progreso es evitar la destrucción de la naturaleza, proteger humedales y cuencas acuíferas, buscar nuevas alternativas energéticas limpias, fortalecer el transporte público.
Por eso en muchos países las nuevas generaciones ecologistas preocupadas por su futuro, encabezadas por la sueca Greta Thumberg, militan contra la construcción de aeropuertos o autopistas inútiles, grandes centros mineros, y sueñan con poblaciones y ciudades viables construidas con materiales naturales y sustentables. Cada montaña salvada es un triunfo para la humanidad y ojalá se salven esas colinas tan bellas de Palestina que algunos sueñan con cubrir de cemento y llenar de ruido de aviones y olor a gasolina.