El 23 de abril, día del Idioma, se celebró el centenario del natalicio de Manuel Mejía Vallejo (1923-1998), escritor antioqueño ganador de los premios Nadal y Rómulo Gallegos y una de las figuras más importantes de la literatura colombiana de la segunda mitad del siglo XX. En esta oportunidad no voy a hablar de su obra, sino de los momentos en que tuve la oportunidad de compartir con él en Guadalajara y Medellín.
Debo decir que la literatura colombiana en aquellos momentos tenía un carácter más humano, convivial y menos competitivo y comercial de lo que ocurre en este primer cuarto del siglo XXI, donde la mayoría de los autores, hombres y mujeres, viven una avorazada carrera por el éxito y la fama y producen como conejos obras a destajo para estar presentes en el panorama efímero de las ferias y las librerías.
Por eso no es extraño que a los de nuestra generación, la Generación Sin cuenta, como se le suele llamar, hubiésemos tenido la oportunidad de compartir con los grandes maestros del aquel tiempo, pero no como vasallos o intimidados discípulos, sino como amigos y compañeros de mesa y ebriedad.
El gran escritor contemporáneo Juan José Hoyos ha escrito hace poco una magnifica crónica de como conoció a los 20 años a Manuel en su casa de Medellín, a donde había ido para entrevistarlo, pero que el final se convirtió en otro partícipe de esas charlas humanas donde el escritor, antes de posar, vivía y contaba la vida y la literatura al calor de los rones y el cántico de los pájaros, el ladrido de los perros y el treno crepuscular de los grillos.
Juan José Hoyos hace un retrato magistral de Mejía Vallejo como un ser humano antes que todo, escritor que según él sería regional en el mejor sentido de la palabra regional, como lo fueron en su tiempo Tomás Carrasquilla y tantos otros de la humanidad como las hermanas Bronte, Benito Pérez Galdós, León Tolstoi, Mark Twain y William Faulkner. Sus palabras me han conmovido porque igual que él, quien es de mi generación, tuve también la fortuna de conocerlo de cerca.
Primero durante una visita a Medellín cuando vivía en México y acababa de publicar mis primeras novelas Tierras de leones y Bulevar de los héroes en la capital mexicana y llegué allí a participar en el famoso taller que él impartía en la Biblioteca Piloto de Medellín.
Como suele ser para todo escritor que publica sus primeras novelas cuando está en la flor de sus treinta años, siempre los mayores te reciben con el afecto hacia lo que ellos consideran escritores promisorios que les recuerdan los tiempos en que ellos lo fueron y por eso les abren las puertas y la amistad con la generosidad del tiempo ido. Así era también su contemporáneo y amigo Alvaro Mutis, que antes que autor era un amigo para quien la vida contaba antes que cualquier vanagloria. Y también así fueron Manuel Zapata Olivella y Fernando Charry Lara.
Manuel Mejía Vallejo me recibió en un salón aledaño al escenario desde donde impartía el taller. Como siempre vestía de traje y tenía esa figura de bigote y cejas pobladas que caracteriza a nuestros ancestros de las tierras antioqueñas crecidos con la frente despejada, un pie en las montañas y otro en los valles y las ciudades crecientes, nutridos de naturaleza, viajes a caballo, excursiones por ríos y quebradas, trochas y precipcios, y sesiones de guitarra y alcohol en fondas a la vera del camino, como en el famoso poema de León de Greiff, cuando dice que “en el alto de Otramina, pasando ya para el Cauca, me encontré con Toño Vélez en qué semejante rasca”.
De esa misma estirpe era el maestro Fernando González, autor del bello libro Viaje a pie, donde cuenta sus aventuras de viaje acompañado del padre de Estanislao Zuleta a través de la cordillerra central, por donde llega a Manizales desde el norte cuando nuestra urbe estaba en plena reconstrucción tras los devastadores incendios y emergía la gigantesca catedral que entonces era para él un inmenso molar de cemento abierto en la cumbre.
Una hora antes de la salida al esenario, Manuel sacó una botella de Ron Antioqueño y empezó a servirme las mismas dosis que él bebía, de modo que al iniciarse el acto estaba prendidísimo y mucho más que él, veterano en esas lides. No sé lo que dije aquella tarde, pero sin duda los efectos del ron debieron sacar del fondo del alma de un escritor en formación los secretos más profundos. Vi por esos días en Medellín a otros dos grandes narradores amigos, Darío Ruiz Gómez y Fernando Vallejo, que son de la misma estirpe que Carrasquilla, González y Mejía Vallejo y con todos ellos compartí en la capital antioqueña horas inolvidables.
Otra vez volví a verme con Manuel en la Feria Internacional del libro de Guadalajara, que estaba dedicada a Colombia. Como era una feria aun naciente, cuando Manuel llegó a la capital de Jalisco no había habitación ni para él ni Fernando Cruz Kronfly, por lo que tuve que mover cielo y tierra con los mexicanos para solucionar el problema y evitar que durmieran ambos en los sofás del lobby del hotel. Fue una anécdota divertidísima. Después todos caminabamos felices por las soleadas calles de Guadalajara al calor del tequila y Manuel siempre estaba allí comandándonos a todos con el aura marvillosa que aun tiene desde el más allá a cien años de su nacimiento.